Monteagudo: La pasión  revolucionaria

 

Por Pacho O´Donnell 

Bernardo Monteagudo CACERES nació en Tucumán en 1789: Su padre fue el capitán de milicias Miguel Monteagudo, y su madre, Catalina Cáceres. En su matrimonio tuvieron once hijos, de los cuales Bernardo fue el único sobreviviente.
Durante su temprana infancia, Monteagudo se crió en una extremada pobreza lo cual no impidió que sus padres, muy -proclives a una educación culta, hicieran todo lo posible por iniciarlo en las letras. Por entonces era frecuente que recorrieran la campiña ciertos maestros ambulantes que por algunas monedas, iniciaban en la lectura de la cartilla y del catecismo a los niños que así lo solicitaban, descargando palmetazos ante olvidos ó irreverencias. El pequeño Bernardo siempre demostró, un acentuado anhelo por aprender, ayudado por una inteligencia precozmente despierta. La muerte de su madre, cuando el niño había llegado apenas a los trece años, fue trágica no sólo por la pérdida de alguien a quien Bernardo amaba entrañablemente y de quien recibía generosos cuidados, sino también porque la relación con la nueva pareja de su padre se hizo difícil y tensa.

Decidió entonces partir hacia Chuquisaca, a ponerse bajo la tutela de un pariente lejano, el cura Troncoso, alentado por un padre convencido de los talentos de ese hijo que se mostraba más sagaz y más letrado que los demás niños, aun de aquellos cuya posición económica les hacía correr con ventaja

Con los años se convierte en un hombre esbelto, de porte atlético, casi alto, de perfil clásico, tez algo oscura y mirada incendiada. Su fama de político y escritor se extiende por toda América.
La prisión del Rey Fernando VII de España había provocado graves convulsiones en las colonias hispánicas, que buscaron formas de resolver la acefalia producida por el avance napoleónico.
Entre ellas, la de coronar en el Virreinato del Río de La Plata a la regenta de Portugal, exiliada con toda su corte en el Brasil, la princesa Carlota, hermana del rey de España.
Bernardo Monteagudo, había recibido sus grados el año an­terior a la sublevación y su padrino de tesis había sido el influ­yente oidor Ussoz y Mosi, quien también fue su protector y apañador. A instancias suyas, la Audiencia designa a su protegido, una vez graduado, Defensor de Pobres en lo Civil.

Rápidamente se comprendió con el movimiento libertario, que era la tendencia predominante entre los estudiantes y jó­venes doctores de Chuquisaca, y no le costó sobresalir nítidamente como uno de sus líderes, como antes lo habían sido otros "abajeños"; que así se llamaba a quienes subían desde Buenos Aires: Moreno, Castelli, Paso, Serrano, Oliden, Anchorena.
Otra de las motivaciones habrá sido, sin duda alguna, su humilde origen y el resentimiento en él despertado por sentirse en inferioridad de condiciones ante sus compañeros de más holgada posición económica. También es fácil adivinar que el haber tenido que soportar desde niño el apodo de "mulato" por parte de quienes se permitían desmerecerlo haya ido caldeando en su alma un fuerte deseo de venganza hacia quienes importaron a las Américas un color de piel desconocido.
Tampoco es de despreciar la influencia ideológica que sobre el pudiesen haber ejercido el presbítero Troncoso y el Oi­dor Ussoz y Mosi, ambos comprometidos con el movimiento revolucionario.

A Monteagudo lo distinguía también una indomable obsesión por la lectura. Cuentan sus condiscípulos que era incansa­ble en su afán de hacerse de libros que eran difíciles de obtener por entonces, y que para ello se ganaba los favores de quienes poseían bibliotecas bien surtidas de los textos más avanzados de la época y censurados en las aulas, como la de Ussoz y Mosi, su padrino.
Su pasión por leer desembocó, inevitablemente, en otra pa­sión: la escritura. Nadie puede robarle a Monteagudo el reconocimiento como la mejor pluma de los primeros años de nuestra independencia, talento que lo hizo insustituible para algunas de las figuras más importantes de la historia americana de entonces: San Martín, O'Higgins y Bolívar. Su estilo literario, brillante para la época, que puede ser todavía leído con placer, despojado en gran medida del amaneramiento y la ar­tificiosidad inevitables por entonces, reconoce la influencia de algunos de los autores más preponderantes de aquellos años, siendo frecuentes las citas de clásicos europeos y filósofos de la antigüedad.

No sorprende entonces que muy precozmente, a los diecinueve años, produjera un manifiesto que circuló profusamente entre los estudiantes y profesores de la Universidad y que sirvió para que el autor del "Diálogo de Atahualpa y Fernando VII" se granjeara una gran popularidad. Según todo parece indicar; el Manifiesto influyó fuertemente en las vocaciones libertarias que más tarde se desencadenaron. Despertaba entonces quien luego sería un gran propagandista revolucionario y uno de los intelectuales de mayor fuste de toda nuestra historia política.

EL HISTORIADOR BOLIVIANO GUILLERMO FRANCOVICH,(*) quien fuera rector de la Universidad de San Francisco Xavier, "El diálogo del Monteagudo circuló en forma anónima convirtiéndose en un poderoso elemento de subversión, ya que interpretaba con admirable acuidad, gran acopio de doctrina y con una ardiente elocuencia la emoción política de esos momentos. El diálogo era de una audacia excepcional. Sólo una personalidad con una ideología perfectamente definida y con una temeridad juvenil podía haberse atrevido a escribirlo. Y esa personalidad no podía ser otra que la de Bernardo Monteagudo. A pesar de no tener sino diecinueve años. Monteagudo, que se había dedicado en la Universidad al estudio del derecho y de la filosofía, era un vigoroso escritor y un ferviente revolucionario. Fue sin duda una de las personalidades más brillantes y más potentes que la Universidad de Chuquisaca daría a la gesta de la Independencia Americana. Dotado de un genio ardiente y apasionado, sediento de vida y de acción, era al mismo tiempo un intelectual y un político".

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El diálogo entre Atahualpa y Fernando VII se sitúa en los Campos Elíseos. Hacía ya trescientos años que el Inca había muerto y se encuentra en la eternidad con el Rey hispánico, de quien entonces, preso, pocas noticias se tenían, y a quien, no ingenuamente, Monteagudo hace aparecer muerto.
El monarca español confiesa, entristecido, su dolor y pena ante la convicción de que España estaba por rendirse a Francia. En cuanto Atahualpa lo interroga, recibe por respuesta: "Fernando soy de Borbón, séptimo de aquél nombre, de todos los soberanos el más triste y desgraciado".
El tema del diálogo es definido entonces por el Inca: "Tus desdichas, tierno joven, me lastiman, tanto más cuanto por propia ­experiencia sé que es inmenso el dolor que padeces ya que yo también fui injustamente privado de un cetro y una corona".

 Aquí se demuestra la sagacidad del autor al identificar a Fernando VII con Atahualpa, ambos monarcas destituidos y muertos por la arbitraria decisión de un invasor. En el segundo ­caso el villano era Napoleón y sus huestes, pero en el primero era la mismísima España, patria de uno de los interlocutores, el Rey Fernando

Es evidente que Monteagudo se identifica con el Inca y éste expresa los ideales revolucionarios del autor, quien no encubría su intencionalidad propagandística. Fundamenta así el derecho ­legítimo de los americanos a obtener su independencia con argumentos que por entonces eran sumamente originales, atrevidos e inspirados: "¿No es cierto, Fernando, que siendo la base y único firme sus tentáculos de una bien fundada soberanía la libre, espontánea y deliberada voluntad de los pueblos en la cesión de sus derechos, él que atropellando este sagrado principio consiguiese subyugar una Nación y ascender al trono sin haber subido por este sagrado escalón, sería antes que rey un tirano a quien las naciones darán siempre el epíteto y renombre de usurpador? Sin duda que confesarlo debes; porque es el poderoso comprobante de la notoria injusticia del Emperador de los franceses".

Continúa: "Los más de los americanos viven reunidos en sociedad, tienen sus soberanos a quienes obedecen con amor y cumplen con puntualidad sus órdenes y decretos. Saben en fin que estos monarcas descienden igualmente que tú, de infinitos reyes y que bajo de sus dominios disfrutan perfectamente sus vasallos de una paz inalterable. Pero los estúpidos españoles, con sus ojos empañados por el ponzoñoso licor de la ambición, creen coronados de oro y plata o al menos depositados en el interior de aquellas sierras interminables tesoros, como las mismas cabañas de los rústicos e inocentes indianos les parecen repletas de preciosos metales; quieren apoderarse de todo y conseguirlo todo: protestan arruinar aquella desdichada gente y destruir a sus monarcas. Al momento, empiezan a llover por todas partes la desolación, el terror y la muerte".

Acorralado, el Rey argumenta sus derechos sobre las tierras, americanas porque el Papa Alejandro VI las había cedido a sus progenitores, y de ellos las había heredado. Es esta la oportunidad de Monteagudo para desarrollar una jurisprudencia al servicio de la revolución: "Venero al Papa como cabeza universal de la Iglesia , pero no puedo menos que decir que debió ser de una extravagancia muy consumada, cuando cedió y donó tan francamente lo que teniendo propio dueño en ningún caso pudo ser suyo, especialmente cuando Jesucristo, de quien han recibido los Pontífices toda su autoridad, y a quien deben tener por modelo en todas sus operaciones, les dicta qué no tienen potestad alguna sobre los monarcas de la tierra o cuando menos no conviene extraerle cuando dice `mi reino no es di este mundo', cuando a sus apóstoles les enseña y les encarga que veneren a los reyes y paguen su tributo al César".

Para reforzar sus argumentos Atahualpa demuestra una inverosímil pero eficaz sapiencia del latín: "Me admira que Alejandro VI hubiese cometido semejante atentado cuando San Bernardo le dice: 'Quid falcem vestram in alienam extendis? Si apostolis interdicitur dominatus quomodo tu tibi audés usurpare?” y continúa la larga cita...
Monteagudo embarca también a Atahualpa en una disertación sobre los derechos naturales del hombre, reflejando la in fluencia de Rousseau en la profundidad de su pensamiento político:

"El espíritu de la libertad, nacido con el hombre, libre por naturaleza, ha sido señor de sí mismo desde que vio la luz del mundo. Sus fuerzas y derechos en cuanto a ella han sido siempre imprescriptibles; nunca terminables o perecederos. Si obligado siempre a vivir inmerso en sociedad ha hecho el terrible sacrificio de renunciar al derecho de disponer de sus acciones y sujetarse a los preceptos y estatutos de un monarca no ha perdido el derecho de reclamar su primitivo estado; y mucho menos cuando el despotismo lo violente a la coaxión u obligado a obedecer a una autoridad que detesta y a un Señor a quien fundadamente aborrece, porque nunca se le oculta que si le dio jurisdicción sobré sí, y se avino a cumplir sus leyes y a obedecer sus preceptos ha sido precisamente bajo de la tácita y justa condición de que aquel mirara por su felicidad. Por lo consiguiente, en el mismo instante en que un monarca, piloto adormecido en el regazo del ocio, nada mira por el bien de sus vasallos, faltando él a sus deberes, ha roto también los vínculos de sujeción, y dependencia de sus pueblos. Este es el sentir de todo hombre justo y la opinión de los verdaderos sabios".

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Estas ideas, que mantendría Monteagudo a lo largo de su vida, fueron las que dieron consistencia, meses más tarde, a la proclama revolucionaria de mayo en el Río de la Plata. No fue casual que otro discípulo de Chuquisaca, Juan José Castelli, Pera el gran orador del 24 de mayo y que sus argumentaciones estu­vieran teñidas de la misma orientación que en el "Diálogo" expresaba Monteagudo tiempo antes.
El desenlace del "Diálogo" es cuando el rey de España, convencido por los argumentos del Inca Atahualpa, reconoce: "Si aún viviera, yo mismo lo moviera a la libertad e independencia, más bien que a vivir sujetos a una nación extranjera".
Luego, el final a toda orquesta, en un conmovedor alegato del indígena: "Habitantes del Perú: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria, despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia. Vuestra causa es justa, equitativos vuestros designios. Reuníos, pues, corred a dar ripio a la grande obra de vivir independientes".
Un magnífico texto, literariamente valioso y políticamente No es de extrañar que el joven Monteagudo conociera prontamente la prisión, identificado ya por los poderosos como un elemento de peligro.
   
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Proclama de la Ciudad de La Plata a los valerosos habitantes de la Ciudad de La Paz:
Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra Patria: hemos visto con indiferencia, por más de tres siglos, inmolada a nuestra primitiva libertad al despotismo, y tiranía de un usurpador injusto, que degradándonos a la especie humana, nos ha reputado por salvajes, y mirado como esclavos, hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuía por el inculto Español, sufriendo con tranquilidad, que el mérito a los americanos haya sido siempre un presagio cierto de su humillación y ruina: Ya es tiempo, pues, de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad, como favorable el orgullo Nacional del Español: ya es tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses de nuestra Patria, altamente deprimida por la bastarda política de Madrid: ya es tiempo en fin, de levantar el Estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin en el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía. Valerosos habitantes de la Paz, y de todo el imperio del Perú, revelad nuestros proyectos para la ejecución: aprovechaos de las circunstancias en que estamos: no miréis con desdén la felicidad de nuestro suelo, ni perdáis jamás de vista la unión que debe reinar en todos para ser en adelante tan felices como desgraciados hasta el presente.

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La independencia de ideas de Monteagudo termina por colmar la paciencia del Triunvirato, que se siente minado en su poder por el arraigo que tienen en la opinión pública y decide clausurar la Gaceta de Buenos Aires el 13 de diciembre de 1811. No pasa mucho tiempo antes de que Monteagudo funde su propio periódico, financiado con los escasos recursos de que disponía, cuyo nombre es Mártir o libre, en el que escribirá algunas de sus más recordables y conmovedoras páginas.
Eso sucedía en marzo de 1812, mes de importancia en su vida y en la de toda América pues en. esos mismos días atracaba en Buenos Aires la goleta George Canning, trayendo a bordo algunos militares argentinos. que habían recibido formación en Europa y que venían a sustituir a aquellos tribunos que se habían visto obligados a conducir tropas sin experiencia y sin vocación, como había sido el caso de Castelli y Belgrano. Entre los pasajeros se encontraban San Martín, Alvear, Zapiola, Chilavert y otros.
Fue Monteagudo uno de los principales impulsores de la histórica Asamblea del año XIII, dominada por la Logia , en la que cumplió una tarea destacada, como era de esperar, siendo uno de los redactores, sino el principal, del documento firmado por todos los constituyentes.
La labor de Monteagudo como propagandista continúa siendo obcecadamente intensa: no sólo escribe prácticamente todo el Mártir o Libre sino que también es el nervio del órgano de la "Sociedad Patriótica".
Muere asesinado en Lima el 28 de enero de 1825, donde se encontraba desarrollando una febril actividad cumpliendo con las tareas que se le han encomendado, este hombre del que nadie pudo negar su admirable pasión revolucionaria.

De él, uno de sus biógrafos De Vedia y Mitre dijo: "Cualquiera que analice su personalidad hallará que está fuera de cuestión, aun para sus detractores: su inteligencia superior; su capacidad intelectual; su excepcional cultura para el medio y para la época; su lealtad a la causa revolucionaria; que habiendo sido puesto en prisión innumerables veces desde la iniciación revolucionaria, jamás lo fue por causas delictivas".

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(*) GUILLERMO FRANCOVICH SALAZAR
Nacido en Sucre el 25 de enero de 1901. Hijo de padre europeo, Antonio Francovich de Trieste, y madre boliviana, Carmen Salazar, natural del mismo Departamento de Chuquisaca, tuvo desde niño una educación muy esmerada. Estudió en el Colegio Sagrado Corazón. La formación religiosa que recibió por parte de los sacerdotes jesuitas contribuyó a la formación trascendentalista de su pensamiento.
Estudió derecho en la Universidad de San Francisco Xavier. Probablemente bajo la influencia de Ignacio Prudencio Bustillos se adhirió a los postulados del positivista Augusto Comte. Sin embargo, luego, recurriendo a Pascal y Eucken, transitó por los caminos de "una filosofía de la vida".
Filósofo y dramaturgo boliviano, que desarrolló una amplia actividad política y académica. Fue rector de la Universidad de San Francisco Xavier de su ciudad natal, director del Centro Regional de la UNESCO (La Habana) y miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.
En su labor ensayística destaca el intento por sistematizar y divulgar las corrientes de pensamiento boliviano contemporáneo, junto con trabajos dedicados a grandes pensadores y filósofos, como Francis Bacon, Martin Heidegger, Alfred North Whitehead, Blaise Pascal, Claude Lévi-Strauss, entre otros. En su obra filosófica late un espíritu vitalista y existencialista. Analiza las pasiones humanas y ve éstas como la fuerza transformadora de la existencia, aunque pervive en el fondo un sentimiento de desesperanza. Sus obras más representativas son: La filosofía en Bolivia (1945), La filosofía existencialista de Martin Heidegger (1946), El pensamiento boliviano en el siglo XX (1956) y Los mitos profundos de Bolivia (1980).
Alberto Zelada, en su obra sobre la vida de Francovich, dice: "De las ideas expuestas por Francovich una de las que más ha llamado la atención es la denominada por él mismo mística de la tierra, cuyos principales representantes son Franz Tamayo, Jaime Mendoza, Federico Ávila, Fernando Diez de Medina, Humberto Palza y Roberto Prudencio".
Falleció en Rio de Janeiro - Brasil - el año 1990