Estudios, análisis y narraciones relativas a la traición de Murillo

(hechos por los doctores Agustín Iturricha y Alcides Arguedas)

Transcripción y comentarios: Sergio Villa Urioste

Don Agustín Iturricha publicó en el Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, Tomo XVIII en el Primer Trimestre de 1918, Nºs. 197, 198 y 199, su obra “Historia de Bolivia bajo la Administración del Mariscal Andrés Santa Cruz, con el título “1ª. Parte – Historia política – Segundo Libro – La Dictadura – Capítulo 2º. – En la patria – Párrafo 1º. Apuntes biográficos de Santa Cruz”. En la página 12 está el acápite III.

Posteriormente la misma obra imprimió en su 1er. Tomo, y publicó en un empastado. El 2do. Tomo de la obra dedicada al Mariscal Andrés Santa Cruz, nunca salió a la luz porque el autor no lo concluyó y, luego de su fallecimiento nunca fueron encontrados sus escritos pues se extraviaron, esa es una información verbal que me la dio su viuda indicándome que es probable que el extravío haya ocurrido cuando hicieron el traslado de sus cosas de un depósito a otro.

En esta única edición impresa en Sucre en 1967, en la página 616 se encuentra el capítulo titulado: “Estudio sobre las consecuencias y desenvolvimiento de la revolución del 16 de Julio de 1809, se comprueba la traición de Murillo.- Juicio sobre el extravío del manuscrito de don Sabino Pinilla: hipótesis acerca del propósito de su autor”. Siendo el mismo que se publicó en el Boletín ya citado.

De ahora en adelante transcribiré el capítulo mencionado y publicado, tanto en el Boletín como en el libro, ya que mi objetivo no es otro que el de presentarles la denuncia del autor sobre la traición de Murillo a la revolución del 16 de Julio de 1809:

“Frisaba en los diecisiete años el joven Andrés cuando surcó en el horizonte de América meridional, con proyecciones de colosal incendio, la chispa revolucionaria del veinticinco de Mayo de 1809, secundada el 16 de Julio. La inquietud de las autoridades españolas y el temor de que “el incendio revolucionario, que ardía tan inmediato, prendiera en el limítrofe territorio de su gobierno”, (s/g. el General Camba) determinó al virrey del Perú don José Fernando Abascal, después marqués de la Concordia, a adoptar todas las medidas que condujesen a impedir la propagación del movimiento libertario.
Comunicó de inmediato al coronel don Juan Ramírez y Orozco, gobernador de Huarachiri, la orden de partir a la frontera de Puno para hacerse cargo de la tropa allí existente, enviando en persona armamento y municiones, dinero, pertrechos de guerra, juntamente con una compañía del regimiento veterano real de Lima, como base del ejército que debía organizarse con el contingente de las milicias de Arequipa, Cuzco y Puno.
En estas circunstancias se tuvo conocimiento del viaje que emprendía, a hacerse cargo del gobierno y presidencia del Cuzco, el brigadier José Manuel de Goyeneche. Se le invitó pues a ponerse a la cabeza de la expedición decretada, confiriéndole las autorizaciones más amplias para ahogar las explosiones de Chuquisaca y La Paz, y dándole a conocer los recursos con que contaría, aumentados en breve con los contingentes que obligadamente debían mandar el virrey de Buenos Aires, don Baltázar Hidalgo de Cisneros y el intendente gobernador de Potosí don Francisco Paula Sanz.
Goyeneche aceptó sin dilación el cometido, previo asentimiento del coronel Ramírez, que por tal emergencia llegó a ser el segundo jefe de la expedición realista.
Todos estos preparativos muestran que las autoridades españolas tomaron el peso de los movimientos revolucionarios y asignándoles la importancia que tenían contra la dominación de España, adoptaron una actitud de represión cruelmente ejecutada, para impedir que las colonias se agiten por la independencia.
Como primera medida dispuso Goyeneche la marcha del coronel Fermín de Piérola, con cien hombres y dos piezas de artillería, a apoderarse del puente del Desaguadero, del cual se hallaban en posesión inconsistente destacamentos enviados por los patriotas. Piérola ejecutó la operación que se le encomendara sin resistencia seria, resultado inevitable dada la superioridad de la fuerza militar que comandaba sobre gente inexperimentada en el arte de la guerra y colectada a impulsos del entusiasmo de la primera hora.
La noticia de la ocupación del Desaguadero, conjuntamente que la de los movimientos bélicos de Goyeneche, voló a La Paz y fue puesta en conocimiento de la Junta Tuitiva por la actividad patriótica del subdelegado de Pacajes Gabino Estrada. La Junta, convocada expresamente a casa de Indaburu, deliberó sobre las medidas que urgía adoptar para atajar las tropas realistas. Se acordó enviar como primer contingente, para oponerlo a las fuerzas de Piérola, dos compañías de infantería, contando cada una con ochenta hombres, y dos piezas de artillería, de la fundidas en la ciudad por los operarios Arroyo y Monterrey. Se encomendó la dirección de la infantería al sargento mayor Juan Bautista Sagárnaga, colocando bajo sus órdenes a los capitanes Ramón Arias y Pedro Rodríguez, y a los oficiales y subalternos Manuel Cossío (alias el Mazamorra), Carlos Peñaranda, Indalecio Sanjinés, Lucas Monroy, Mariano Vásquez, Pedro Sota y Benigno Salinas. La sección de artillería se entregó al comando del hijo de Sagárnaga.
La fuerza patriótica debía incrementarse con las contribuciones sumamente valiosas ofrecidas por los jefes de los partidos de Pacajes, Achacachi, Yungas y Omasuyos, el subdelegado Gabino Estrada, Escribano Cáceres, N. Condorena, Manuel Huici, y otros, que tenían fuerte ascendiente sobre las poblaciones indígenas y podían, fanatizando sus legiones, obtener extraordinarios resultados. En estas condiciones, tenían encargo las fuerzas patriotas no sólo para reconquistar en puente del Desaguadero, sino también para obrar sobre las fuerzas del Cuzco, así como para contener el movimiento separatista que había iniciado el coronel Diego Quint con los vecinos de Copacabana, anexándose y reconociendo la autoridad del delegado realista de Puno.
Situado Sagárnaga en el pueblo e inmediatamente de Tihuanacu, se dedicó a disciplinar sus huestes. Habiendo recibido los contingentes de los subdelegados, que no bajaban de tres mil hombres, entre cholos e indios; pudo atender con esmero la vigilancia del movimiento de los enemigos, secundado con grande energía por Estrada y Cáceres.
Goyeneche no descuidó de su lado el apresamiento de sus aprestos bélicos. Estableció su cuartel general en Zepita. Allí recibió los contingentes que le suministraron las autoridades de las provincias alto y bajo-peruanas. Figuró entre los más activos y diligentes el subdelegado de Apolobamba, don José Villavicencio y Santa Cruz, que envió dinero y diversas partidas de milicianos. En una de las emisiones de reclutas estaba incorporado el joven Andrés Santa Cruz, héroe de esta historia. Goyeneche le distinguió inmediatamente y le colocó a su lado como ayudante, con el grado de capitán. Así inició Santa Cruz su carrera pública. El maestro no era sin duda el mejor preparado, moralmente, para inspirar acciones virtuosas, porque, en verdad, la historia recuerda a Goyeneche como al genio de la ambición, de la intriga y de la crueldad.
Obrando con arreglo a las instrucciones del virrey, el presidente del Cuzco, sin descuidar las operaciones de guerra, tentó medios conciliatorios, propuso condiciones de avenimiento a los revolucionarios, con resultados no desairados, para lo cual no tuvo que trabajar demasiado, pues la revolución del 16 de Julio estuvo vendida desde sus comienzos a los enemigos de la independencia.
Es ya de evidencia histórica que Pedro Domingo Murillo hizo oferta a Goyeneche de entregarle las fuerzas: patriotas. Entonces, la tarea de los historiadores contemporáneos debe consistir en rectificar las narraciones que se han mantenido como ecos de la verdad y que corrientemente hacen, de los traidores a la causa de la libertad, héroes de patriotismo y abnegación.
Que Pedro Domingo Murillo había ofrecido entregar a Goyeneche las fuerzas patriotas, no es una vana afirmación que prestó el 13 de noviembre de 1809 ante don Pedro López de Segovia, abogado de los reales consejos, asesor del presidente del Cuzco, auditor de guerra, juez de comercio y por fin, comisionado especialmente por Goyeneche para instruir los sumarios criminales a que dieron lugar los movimientos del 16 de Julio. Dicha declaración corre original, conjuntamente con las de Juan Bautista Sagárnaga, Buenaventura Bueno, Gregorio Lanza, Mariano Graneros (alias el Challa tejeta), el cura José Antonio Medina, Juan Basilio Catacora y otros muchos, en el proceso existente en el Archivo Nacional de Buenos Aires, de donde mandó sacar copia autenticada la ‘Sociedad Geográfica Sucre’, previa orden de las autoridades de la metrópoli argentina. La declaración de Murillo fue transcrita íntegra en un folleto especial patrocinado por la Sociedad Geográfica Sucre y reproducido en el Nº. 103 de su Boletín. Las demás deposiciones corren en los números 61, 62, 76, 79, 84. 85 y 86 del referido boletín cuidando religiosa y escrupulosamente de su contenido, a punto de mantenerse la ortografía original. Tres de esas declaraciones (Sagárnaga, Bueno y Lanza) fueron transcritas por el erudito historiógrafo René Moreno en su importante libro “Últimos días coloniales”, a las páginas 293, 310 y 322 de su tomo 3º.
“Al ser preguntado si sabe qué resoluciones al Cabildo (de La Paz) el virrey, para contener los desórdenes de la ciudad, contestó Murillo relacionando los hechos (que servirán más adelante para las debidas rectificaciones históricas) y después de narrar la disolución de la junta tuitiva dijo: “… de cuyas resultas (de la disolución de la junta tuitiva) quedó sumamente sentido D. Juan Pedro Indaburu y todos sus parciales de la conmoción “mirando ya al declarante como enemigo”, sin que estas operaciones debilitasen sus sanas intenciones, “como que en el 1º. de Octubre escribió al M.I. Sr. Presidente del Cuzco (Goyeneche) ofreciéndole su persona y milicias, y que le comunicase sus órdenes para verificarlas al momento y también dio parte al señor Gobernador de Potosí, de todo lo que había practicado exponiendo su vida al rigor de los que fomentaban la alteración del pueblo” (Pagina 29, renglones 4 a 16 del folleto especial editado por la Sociedad Geográfica Sucre en homenaje al “25 de Mayo de 1903”).
El hecho de hallarse en correspondencia con el Gobernador de Potosí, está confesado reiteradamente por el mismo Murillo en otra parte de su declaración. Preguntado sobre los efectos que produjeron las proclamas, oficios y demás papeles, ya que los comisionados que designó la junta tuitiva no pudieron, muchos de ellos, trasladarse a las provincias que se les señalaron, respondió Murillo: “Que aunque de la provincia de Potosí se escribieron varios papeles a Dn. Gregorio Lanza, asegurándose hallarse dispuesto a una subversión, y adoptar los mismos principios que los de la nombrada junta tuitiva, a quien encarecían continuase con su sistema, para el golpe con más seguridad, no produjeron todo el efecto que se esperaba, respecto a hallarse noticias de que el declarante (Murillo) tenía correspondencia con el señor Intendente de Potosí a fin de proceder de acuerdo para poner término a tantas calamidades; y por cuya razón miraron siempre al declarante, como a una persona sospechosa “que evitaría” se realice el sistema despótico de gobierno que se había propuesto la Junta Tuitiva”. (Página 30, renglones 14 a 31 del mismo folleto).
Corroborando la confesión de haber escrito a Goyeneche la carta de 1º de octubre, en que le ofrecía su persona a la entrega de las milicias patriotas, agrega Murillo, en otra parte de su declaración, al absolver la pregunta de qué saludables efectos produjo el oficio que el declarante pasó al señor presidente del Cuzco, las siguientes frases: “Que como el señor presidente se hubiese conducido siempre con la prudencia, y benevolencia que le caracterizan, le contestó SE APERSONASE (Murillo) con él (Goyeneche) a Puno o al Desaguadero, enviando en su defecto una persona de “su entera confianza” para acordar “todos los puntos interesantes” en obsequio de la tranquilidad de los habitantes de esta ciudad, poniendo término a los atentados que frecuentemente se cometían, y “sofocar la voraz llama” que sin duda alguna incendiaría los ánimos de los habitantes circunvecinos. Que en estas circunstancias y estando pronto el declarante “para emprender su viaje”, en busca de dicho señor presidente, se encontró con la novedad de haber desde Laja, pasado oficio a ambos cabildos de esta ciudad, los edecanes coronel don Pablo Astete y teniente coronel don Mariano Campero…” (Página 16, renglones 13 a 28 del citado folleto).
El testimonio del acusado ¿valdrá como plena prueba ante la historia, o se le recusará por las circunstancias especiales en que se encontró al ser apremiado por la justicia española, vale decir por los hombres que le llevaron por el camino de la abdicación del credo voluntariamente aceptado para la redención del pueblo?
Nadie podrá negar que la palabra de Murillo ha gravitado con el peso del héroe y del mártir sobre la conciencia de los hombres que recogieron arrebatos de agradecimiento, y gravita hoy mismo con mayor peso que antes desde que se le han erigido altares y se han puesto en sus labios frases,
(Nota del que transcribe: El autor se refiere a la frase endilgada como dicha por don Pedro Domingo Murillo en el cadalso: “La tea está encendida, jamás se apagará”, la que es en realidad una frase de la poesía escrita en 1858 por don Augusto Archondo con el título: “A los Mártires”. Varios historiógrafos la publicaron en sus libros como legítima, volviéndola así, histórica. Una mentira muchas veces repetida a la larga es considerada como una verdad)

que bastarían a cualquiera para abrirle las puertas del templo de la inmortalidad. ¿Estaba forjada su alma en el temple del acero de los mártires? Pues el aparato de los suplicios a la vista de las aterradoras torturas, no era capaz de amedrentarle; al contrario, serviría más bien para escupir a la cara de sus verdugos la verdad que les espantaría.
La convicción que se ha tenido, y se tiene aún, del apostolado libertario de Murillo, impide pues aceptar la hipótesis de que el miedo a la muerte le sugirió la torpe e impolítica ocurrencia de acusarse como renegado de la causa que abrazó voluntariamente, y es inadmisible el concepto de haber urdido esa estratagema, esto es, fingir una conformidad extraordinaria con los propósitos del enemigo de la libertad, para obtener de éste el perdón de la misericordia humillante en alto grado. No, no es lícito suponer todas esas cosas sin matar la reputación del héroe, sin destruir el pedestal que le alzaron las ilusiones de optimismo patriótico de primera hora.
El crédito del subjetivo del acusado, reconocido por criterio incontrovertido de la opinión, lo pone por encima de las cavilaciones que quisiesen desvirtuar su testimonio. Ninguna excitación exterior podía abatir la energía de su alma, ni la percepción clara de las acciones y hechos en que tomó parte pudo ofuscarse al extremo de imponerle una declaración, que era nada menos que el reconocimiento de haberse equivocado en la vía del sacrificio por la patria, y el mea culpa de sus actos por la libertad. No se equivocaron los genios en sus altas concepciones mentales. Tampoco es admisible la excusa que supusiese una mentira en los labios del héroe, para salvar de las interrogaciones capciosas del juez sumariante. El mentiroso desciende a la ínfima esfera del vulgo. Había que ver en el continente del acusado la naturalidad del hecho confesado, y más que eso la espontaneidad del discurso, porque refiriéndose a hechos propios, no inverosímiles, de percepción consciente y no engañosa, sin apariencia dudosa sobre los actos afirmados y sin contradicción en punto alguno de los absueltos en penoso y largo interrogatorio, actos concretos y ejecutados con razón y ciencia; ese testimonio, bajo el aspecto objetivo que contemplan las reglas de la hermenéutica jurídica, no inspira sospechas.
Y bien: ¿bastarán las condiciones de credibilidad subjetivas del procesado para considerarle convicto de delincuencia libertaria?
Si el interés por la verdad, guía absoluto en las investigaciones científicas, no hubiese sido contrarrestado por el temor de las vindictas populares, que se pronuncian airadas cuando sospechan actitudes irreverentes hacia sus ídolos, o prevén daños irreparables para sus convicciones; hace tiempo, seguramente, que habría estado en el dominio de la historia la carta de Murillo a Goyeneche, carta conservada en los archivos reales de Sevilla y que fue conocida por D. Bautista Saavedra, según referencia que hizo al que estas líneas escribe el erudito historiógrafo doctor Valentín Abecia, quien me afirmó haberle dado a conocer la copia de la carta el dicho señor Saavedra hacia los años 1907 ó 1908.
Positivo es que mientras esa pieza no se halle arrimada al proceso, o deponga con propia espontaneidad quien la vio, o la copió, atestiguando la existencia de la carta, tendrá derecho el culto idolátrico para formular dudas, y rechazar el criterio que, a ley de dialéctica rigurosa, reconstruye los acontecimientos y restablece las responsabilidades encubiertas por la pasión; pero el indicio de poderosa fuerza moral que brota de aquel testimonio no se podrá destruir jamás, porque hasta hoy la opinión del doctor Valentín Abecia no es de las discutidas, por su veracidad, con razón del oficio de historiador, y por los prestigios que rodearon su nombre como segundo vicepresidente de la República, como personaje que habiendo merecido las consideraciones y homenajes del país en las altas esferas políticas y sociales, no ha sido encontrado en faltas a la probidad.
Descendiendo de las especulaciones psicológicas sobre el delito al terreno de las acciones, las responsabilidades históricas se hacen más definidas y concretas. Allí se destacan indiscutidas las opiniones de los compañeros de Murillo, que le acusaron de complicidades con el enemigo de la libertad y le infligieron crueles tratamientos; ahí se ve también cómo, el mismo Murillo, dejó el papel de gerente de la causa independiente, para asistir, en calidad de reo, preso en poder de sus antiguos correligionarios y cargado de cadenas, al triste desenlace de los acontecimientos.
Es preciso añadir aquí los datos de un documento no consultado en la primera edición de este trabajo. Es la defensa hecha por el doctor Ramón Mariaca y por el capitán Ignacio Tejada, de los reos Pedro Domingo Murillo, Juan Antonio Medina, Melchor Jiménez, Apolinar Jaén, Gregorio Lanza, Buenaventura Bueno, José Antonio Figueroa, Juan Bautista Sagárnaga y Juan Basilio Catacora; deensa publicada en los números 32 y 33 del “Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”, correspondientes a octubre y noviembre de 190l.
Después de analizar las circunstancias que precedieron al movimiento popular del 16 de Julio de 1809 y el fin perseguido por los revolucionarios; después también de estudiar las razones legales que induzcan a modificar el criterio del fiscal, de modo que no se inflija a los reos la horrorosa pena requerida por el acusador público, dicen los defensores: “Descendiendo en particular a cada uno de los acusados, se manifiesta otras razones concernientes a sus respectivas defensas; porque, si es Pedro Domingo Murillo, no hay convencimiento de que hubiese sido el autor del plan revolucionario; la noche del 16 de Julio sólo asomó a la plaza después de asaltado el cuartel, la chusma congregada le eligió de comandante, y le nombró el I. Cabildo, sin que haya constancia de haber solicitado ni hecho diligencias para serlo; colocado en el empleo hizo reiteradas renuncias, y no habiéndosele admitido se manejó de modo que en toda esa temporada, no ocurrieron estragos, muertes ni robos. Escribió a S.M.I. y al Sr. gobernador intendente de Potosí noticiando del estado de cosas y ofreciendo la rendición y entrega de las armas; por eso sin duda no se apuró con expediciones sino que se condujo lentamente para dar lugar a los auxilios; concertó con el Alcalde que era don Francisco Yanguas Pérez, embarazar los destrozos que se anunciaban y aún desarmar al pueblo que no podía rendirse de otro modo; traslucido el intento fue hecho preso, tratado con rigor y crueldad, cargado de prisiones, amenazado de muerte y conducido por los revolucionarios a su campamento de Chacaltaya, custodiado allí con centinelas de vista bajo el nombre de traidor, que en sentido propio era lo mismo que decir fiel y leal al Soberano, no le era posible desviarse hasta que en la confusión de aquel campamento con noticia del ejército a V.S.M. I. pudo lograr la fuga hacia los montes de Songo, de donde en virtud de lo que se dignó escribirle venía a presentarse cuando lo apresaron.
“Estos hechos, en especial las cartas a V.S.M. I. el haberse empeñado en que se evitasen desórdenes, muertes y robos, y el haber sido últimamente depuesto y apresado, juntos sus servicios en la pasada sublevación de los naturales que con lo demás conveniente se harán constar a su tiempo, son otros tantos argumentos que coadyuvan lo alegado para excluirlo de la clase de verdadero alzado, sin que influyan para lo contrario los que se apuntan en la acusación, porque en medio de una plebe desenfrenada y armada fue preciso hacer algunos actos aparentes para alucinarla y conseguir que se contuviese y no pasase a excesos mayores y más insanables (Páginas 124 y 125 del folleto citado Nº. 32).
Pero es tiempo de continuar la narración de los hechos.
No constituyendo el objeto de este trabajo el estudio especial de los movimientos del 16 de Julio, sino de aquellos que se relacionan con mi propósito de rectificar los hechos que interesan a la verdad, considerada en su aspecto de augusto y austero culto idealista; he de contraerme a los incidentes de importancia indiscutida y ligados con la conducta de Murillo.
El día doce de septiembre de 1809, tuvo lugar en la ciudad de La Paz un doble acontecimiento, precursor de otros, preñados de consecuencias lamentables para la causa de la independencia; la destitución del alcalde de primer voto D. Francisco Pérez Yanguas y la declaración de guerra a la provincia de Puno. Por ellos se descubren los síntomas de las traiciones a la causa independiente, y el escaso arraigo, en la opinión general del crédito de los gerentes de la revolución.
La relación de este doble suceso se halla contenida en las declaraciones de Juan Bautista Catacora, del cura de Sicasica José Antonio Medina, de Buenaventura Bueno y de Gregorio García Lanza, prestadas, respectivamente en los días 10, 18, 26 y 30 de diciembre de 1809, ante el mismo juez que recibió la indagatoria de Murillo, el asesor del presidente del Cuzco, Dr. Dn. Pedro López de Segovia.
Del estudio comparativo de ellas, se deduce una situación de falsa armonía entre los dirigentes del movimiento libertario, y de susceptibilidades enconosas con las gentes del pueblo.
Está también fuera de duda que desde el comienzo de la revolución, se alentaban, en la mente de los principales gerentes, diversos planes contrarevolucionarios. Como no pudiesen semejantes propósitos permanecer en la absoluta reserva que hubiesen deseado sus autores; la masa popular presintió el daño y sin dar aún con las pruebas, quiso atajar la propaganda perniciosa usando de esa facultad de visión colectiva que en ocasiones solemnes se despierta en el alma de las multitudes.
Hasta las ocho de la noche del doce de septiembre, se agolpó a los portales del cabildo una enorme cantidad de gente del pueblo y de milicianos, pidiendo la congregación de la junta tuitiva. Los miembros de la corporación se presentaron en el recinto de sus sesiones, acompañados de muchos vecinos fieles y de distinguidos oficiales del ejército patriota, dispuestos a escuchar las quejas que se elevasen en justicia. Pero el alboroto era tan crecido que no se percibía sino el ensordecedor ruido de la voces que gritaban todas juntas, con espantoso eco parecido a las marejadas de embravecido mar. La multitud murmuraba, indudablemente, cargos de consideración, o acusaciones graves contra los administradores actuales. Para metodizar los resultados, se propuso al pueblo que nombrase delegados de su seno, que hiciesen las representaciones convenientes, e indicasen las medidas que debían adoptarse en homenaje de reparación política. Se designaron seis delegados: el gallego Castro, Rodríguez, Arias, Cossio, Jerónimo Ordoñez y algún otro cuyo nombre olvidan todas las declaraciones. Tales diputados ingresaron a la sala capitular y expresaron, a los cabildantes, que el pueblo pedía tres cosas: la deposición del alcalde de primer voto don Francisco Pérez Yanguas; la declaratoria de guerra a la provincia de Puno; y por último, que jurasen todos los individuos de la junta defender al pueblo, y que no le harían mal alguno. (Declaración del cura Medina, página 62 del Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, números 87, 88 y 89)
No expresan los declarantes la causa del movimiento popular formado contra el alcalde Pérez Yanguas; pero se colige por el juramento exigido a los miembros de la junta, que se desconfiaba de su celo patriótico, y que no eran desconocidas las relaciones de alguno o algunos con Goyeneche. Refuerza esta deducción el testimonio de Gregorio García Lanza cuando al final de su respuesta al interrogatorio número 32, dice: “… y todos los capitulares juraron solemnemente en la galería, no haber comunicado sino alguno al presidente del Cuzco, para que viniese con sus tropas a sojuzgar a esta ciudad (Página 333 del tomo 3º. De “Últimos días coloniales en el Alto Perú”, de Gabriel René Moreno)
La traducción del desgrañado concepto de “no haber comunicado sino alguno al presidente del Cuzco”, no puede ser otra que la de que la acusación contra los miembros del cabildo, por connivencias con el enemigo de la causa libertaria, no podía sostenerse sino contra uno u otro, descartando a los más de la responsabilidad popular. Por de pronto, en el bullicioso comicio popular, quedó señalado el alcalde de primer voto Francisco Pérez Yanguas. Como descargándose de la acusación, que señalaba graves indicios, la mayoría de la junta se apresuró a declarar desde los balcones del edificio cabildario, que la falta se había cometido por uno solo, seguramente por ese cuya destitución se clamaba en altas voces. Era la víctima propiciatoria que cargaba con otros pecados. La disculpa colectiva significaba muy claramente que la junta tuitiva conocía el hecho de las comunicaciones con Goyeneche; que si no las veía complacientemente, las toleraba por algún propósito encubierto. Ningún cabildante desmintió, siquiera por decoro propio, la versión popular. Porque esta vez fue magnánima la justicia de la muchedumbre: se contentó con una destitución. El culpable, que a más llevaba sobre la espalda la señal evidente de sus tendencias reaccionarias, como español de origen y de nacimiento, no sufrió daño alguno.
La declaración de guerra a la provincia de Puno fue motivada por la actitud del coronel Diego Quint, que contando con la adhesión de loa vecinos de Copacabana, había proclamado la incorporación de ese pueblo a la jurisdicción de Puno y procurado en él formal ocupación de fuerzas realistas.
Los cabildantes destituyeron al alcalde de primer voto Pérez Yanguas; juraron dócil y tímidamente “defender al pueblo, y no hacerle mal alguno” conforme al testimonio de cura Medina; y declararon la guerra a la provincia de Puno. El alcalde de segundo voto don José Diez de Medina, comunicó estos acuerdos al pueblo aconsejándole “sosegarse, que el cabildo no trataba sino de su quietud, y que ni por ningún momento había manifestado vacilación”. En seguida ocuparon los balcones del cabildo en cura Medina y D. Juan de la Cruz Monje y dijeron discursos “en términos que después de agitar los ánimos del numeroso concurso que se había agolpado, prometieron sacrificar sus vidas en obsequio del nuevo plan de gobierno que temerariamente se había propuesto adoptar” (Relato de Juan Basilio Catacora página 69 del “Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”, Nº. 76).
El pueblo, para quedar satisfecho, exigió demás que se incorporasen a la junta el cura de Sicasica Medina y Orrantía, en calidad de vocales adjuntos. La junta así lo acordó inmediatamente.
¿Quién o quienes provocaron ese comicio, y con qué objeto?
Los contemporáneos de Murillo, le consideran a éste como autor de la asonada.
Juan Basilio Catacora dice que: “la inmensidad del pueblo fue conducida (el original dice conducidos) por la mano oculta de Murillo (“Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”, página 69, renglones 14 y 15 del Nº. 76)
El cura Medina añade un detalle importante, que por sí solo basta para señalar, con caracteres de evidencia, las causas del doble acontecimiento del 12 de septiembre. Refiere que Murillo había pasado en la víspera “varios oficios al Muy Ilustre Cabildo para que declarase la guerra a Puno por la ocupación que había hecho esta provincia en el pueblo de Copacabana, y por parte del cabildo se resistió a esta solicitud e infiere (el declarante) que esto dio motivo a la citada conmoción de aquella noche” y sus operaciones (Boletín, citado, página 62, renglones 37 y 38, y pág. 63 renglones 1 a 4 Nº. 87).
El plan concebido por Murillo, se destaca natural y lógicamente. Celoso de las autoridades que pudiesen hacer sombra a sus propósitos, encaminados a la entrega de la ciudad y fuerzas a Goyeneche, debía aprovechar la coyuntura que le brindaba la negativa del cabildo a sus oficios de insinuación para declarar la guerra a Puno, y denunciarlos de modo que la destitución de todos los cabildantes fuese inevitable. Pero el éxito no respondió sino la proporción infinitesimal a ese fin tan radical. Generalmente ese es el resultado de todos los comicios populares: dan frutos no esperados, como si algo extra-humano soplase al oído de las multitudes, sugiriéndoles resoluciones extrañas a los planes mejor meditados por los hombres más hábiles, cual lección a éstos para enseñarles que no son árbitros de ningún destino, ni del suyo propio. Los parciales de Murillo, sin duda alguna, instruidos como debían estar en sus secretos, podían propagar en más o menos extenso círculo el propósito a definirse en el comicio; pero había allí centenares de personas que no sabían nada de todo eso, y si concurrían a la cita es porque les animaban otras ideas, para pedir cosas que satisficiesen sus vistas personales, o las sugeridas por otros consejos venidos con ocasión o sin ella, pero tendientes todas a encaminar por rumbos ciertos la revolución. En medio de una multitud discorde, no podía triunfar ninguna opinión exclusivista. Entraron también como elementos discordantes contra el plan de Murillo, tanto la designación de los seis delegados, sorpresiva e inesperadamente introducidos a la sala capitular, como la incorporación a esa junta, ya maltrecha, del cura Medina y de Orrantía, que contra el criterio de Murillo venían de refuerzo a la junta.
La destitución de Yanguas fue pues un positivo sarcasmo. Que aquel plan era de Murillo, lo demostrarán los acontecimientos.
El día quince de septiembre recibieron tanto la junta tuitiva como el deán y cabildo eclesiástico, los oficios dirigidos por el virrey proponiendo el restablecimiento de las autoridades españolas. El contenido de ellos está relatado por Murillo en estos términos: “… su excelencia ordenó al cabildo, repusiese las autoridades, volviendo a su antiguo estado y quedando el gobierno, intendencia, en otro cabildo, y que el teniente asesor Dávila se retirase a Buenos Aires, igual oficio en el mismo correo intermedio de 15 de septiembre, recibió el venerable deán y cabildo, para que por su parte concurriese al cumplimiento de estas órdenes, tratando con la municipalidad; en efecto el 17 ó 18 pasó oficio el deán y cabildo al cuerpo secular y este comunicó al declarante, que el día siguiente se congregaban ambos cabildos a convenir sobre el modo de hacer efectiva la providencia de su Excia., con lo cual diputó cuatro oficiales que fueron Dn. Juan Pedro Indaburu, Dn. Clemente Diez de Medina, Dn. Domingo Orrantía, y otro que no hace reminiscencia: El día aplazado se congregaron en la sala capitular, los dos cabildos, los individuos, y los cuatro oficiales quedando el declarante en la plaza a cuidar cualquier movimiento que pudiera ocurrir con esta novedad. Por noticias del señor arcediano supo el declarante que aquel día habían resistido los individuos de la junta su disolución y la reposición de las autoridades, fundado con vigor el Dr. Barra, Medina y Dn. Clemente Diez de Medina, con lo cual no había conseguido cumplir con la orden de su excelencia, lo que escandalizó al declarante, y se comprometió aunque fuese a costa de su vida, se había de puntualizar y desde aquel momento principió a trabajar, consultando todos los arbitrios a este fin y adelantando lo que había practicado para reposición del señor obispo, presentándose al Ilustre Cabildo, y en seguida con súplicas y ofrecimientos de mayores ventajas hizo que se renunciasen algunos vocales de la Junta, y a los pocos que quedaron les obligó con autoridad a que verificaran igual renuncia, la que fue tenazmente resistida por el presbítero Mercado que aún se avanzó prometerle la muerte al declarante; no obstante esta resistencia consiguió disolver la junta, dejando libre el cabildo, dando parte in voce, sin ponerse en diligencias hasta el 30 de septiembre en que se verificó, celebrándose al efecto acta capitular; de cuyas resultas quedó sumamente sentido Dn. Juan Pedro Indaburu y todos los parciales de la conmoción, mirando ya al declarante como a enemigo, sin que estas operaciones debilitasen sus sanas intenciones como que en el 1º de octubre escribió al M.I. Sor. presidente del Cuzco ofreciéndole su persona y milicias, y que le comunicase sus órdenes para verificarlas al momento y también dio parte al Sor. Gobernador de Potosí, de todo lo que había practicado exponiendo su vida al rigor de los que formaban la alteración del pueblo” (Folleto de la Sociedad Geográfica, páginas 27, 28 y 29, renglones 26 a 34, 1 a 34 u 1 a 16, respectivamente).
La versión de Murillo acerca del hecho de haber quedado él en la plaza, sin concurrir a la junta, tiene la más grande verisimilitud. Teniendo ya dentro de la conciencia el proyecto contrarevolucionario, su actitud en las deliberaciones de la junta extraordinaria habría sido sumamente embarazosa, pues tenía que, o confesar sus inteligencias con Goyeneche y el gobernador de Potosí, en cuyo caso suscitaba las iras de los exaltados patriotas, con su cortejo de malas acciones; y hostilidades; o contradecir las proposiciones del virrey, lo que ciertamente, fuera de lo indecoroso, era contradecirse a sí mismo y ponerse en evidente conflicto de deslealtad hacia proyectos combinados de antemano, y abundantemente confesados. La resolución de la junta, que no desmentía las esperanzas del pueblo; sencilla y llanamente desestimó la proposición de disolver la junta tuitiva y rehusó reponer a las autoridades españolas. Pero tal resolución ocasionó la disolución de hecho que confiesa Murillo, y que ningún documento de la época desmiente. La energía declamatoria de los comisionados Dr. Barra, el cura Medina y D. Clemente Diez de Medina, no tuvo más resultado que atraer sobre sus cabezas los odios futuros.
El presidente del Cuzco, más que alentado por los casos agigantados de la contrarevolución, y seguro de la infidelidad de los gerentes del movimiento libertario, decidió precipitar los sucesos. Envió al núcleo de la revolución dos edecanes suyos, con instrucciones eficaces para reunir los dos cabildos de la ciudad, y tratar directamente del restablecimiento de las autoridades de la metrópoli española. El coronel don Pablo Astete y el teniente coronel Mariano Campero, emprendieron el viaje de confianza que se les ordenó. A su paso por Tihuanacu fueron detenidos por Sagárnaga. Pero sea que la misión que representaban, sagrada dentro de los principios del derecho de gentes, se impusiese a la conciencia del jefe independiente, o sea que la curiosidad de conocer los alcances de la gestión confidencial encomendada a esos oficiales venciese sus escrúpulos de primera hora, para amoldar también su conducta a la que observasen en la ciudad los caudillos revolucionarios; Sagárnaga no sólo los dejó pasar, sino que aún se brindó a acompañarlos hasta la capital.
Los delegados españoles hicieron alto en Laja, desde donde dirigieron un oficio a los cabildos dando a conocer la representación que llevaban, y esperando la respuesta de cortesía diplomática. El cabildo a la recepción de los oficios, entró el día 6 de octubre en deliberaciones acerca del modo cómo recibiría a los delegados de Goyeneche. El cura Medina y Orrantía manifestaron opinión abiertamente opuesta a la entrada de los edecanes del jefe español a la ciudad y dijeron que debía el cabildo ordenar su recepción en El Tejar. Las razones que pudieron oponer a tal medida no se consignan en ningún atestado; pero fluye de la situación lógica de los actos, que la presencia de oficiales enemigos en una plaza levantada en armas no podía menos de ser inconveniente para la seguridad de las defensas, pues desde el momento que llegase a conocerlos el adversario, ningún plan estratégico surtiría, con la desventaja de que el pueblo vería con encono los signos de aprecio tributados a quienes llevaban proposiciones de su deshonor y de su humillación.
Murillo, según expresa en su indagatoria, consideró un deber de cortesía recibir a los representantes del general español en la sala capitular, pues “se faltaba al decoro de sus personas que verdaderamente representaban la del general”. Y sin más razones, abandonó la audiencia. Seguido de bastante pueblo, se adelantó hasta el Tejar, donde encontró a los delegados del presidente del Cuzco, llevándoselos en seguida a la ciudad y luego “los condujo con numeroso pueblo a las salas capitulares, donde fueron recibidos y colocados con consideración a su importante comisión”. (Folleto citado, pág. 31). Las ansias del pueblo por conocer el objeto de la misión extraordinaria, quedarían muy luego satisfechas, pero en forma contraproducente para sus esperanzas de libertad. Los edecanes de Goyeneche, resumiendo el tenor de las instrucciones que recibieran de su jefe, anunciaron a la reunión que las condiciones exigidas por el presidente del Cuzco no eran muchas, concretándose a pedir que todos los comprometidos en la revolución “se retirasen a sus casas a vivir con tranquilidad; que no se procesaría ni perjudicaría a persona alguna; que las armas se depositasen en su sala respectiva; que la venida del presidente obedecía únicamente a unir sus habitantes con los del Cuzco”. Empeñóse ardorosa discusión acerca de dichas proposiciones. Según el tenor de los testimonios del proceso criminal, los concurrentes no hicieron observación fundamental a las condiciones de la entrega de la ciudad; se limitaron a ver el orden en que se recibiría a Goyeneche. Acordóse que el presidente del Cuzco “podía entrar francamente en la ciudad, a fin de poner término a tantas calamidades y elegir por gobernador una persona de su entera confianza y a propósito para la buena administración de justicia”. (Folleto citado, ‘Declaración de Murillo’, página 31). Se suscribió el acta, que puede llamarse de capitulación de la revolución, para llenar las formalidades de un tratado internacional, pues ese fue el trámite burlesco que se impuso y que se aceptó por los patriotas sin oposición alguna. Se designó, para efectuar el canje de las estipulaciones, como diputados ante Goyeneche, por parte del cabildo, al alcalde de segundo voto José Diez de Medina y el regidor Sagárnaga; por parte de Murillo, en su carácter de dictador del movimiento revolucionario, al cura Medina y Orrantía, con instrucciones para estos de que “ciegamente obedeciesen y respetasen las que el M.I. Sr. Presidente les comunicase, regresándose inmediatamente a esta ciudad a ponerlas en ejecución”. (Folleto citado, página 31).
El oficio del presidente del Cuzco y el acta suscrita por el cabildo, se publicaron por bando.
La palabra ‘perdón’ consignada en las piezas oficiales, exasperó a los patriotas. Muchos oficiales del ejército manifestaron, con profunda tristeza, que en virtud del pacto firmado, en lo sucesivo no se les designaría sino con el calificativo de ‘alzados’, frase que haría en lo vivo el orgullo de aquellos que habían buscado en el movimiento político no una rebelión vulgar e interesada, sino que habían aspirado a construir una patria a quien dedicar sus anhelos y un gobierno que respondiese a las necesidades permanentes de la vida pública y social.
El Cura Medina, que siempre estaba al habla con las multitudes y cuya actividad coincidía con los deseos de la mayoría patriota, recogió la fundada queja y transmitióla sin tardanza al teniente coronel Campero, sugiriendo quizás la conveniencia de manifestar la frase a fin de no herir el sentimiento popular. La representación extraoficial, produjo el resultado de una oferta caballerosa, pero oferta nada más, para aquietar la intranquilidad de los vecinos, que en visión clara preveían el lazo de la perfidia en la conducta de Goyeneche. Dijo el militar Campero, (que tenía afinidades al paisanaje con el cura Medina), “que haría presente esto mismo al M.I. Sr. Presidente, y que no dudaba de su bondad y ternura que procurará subrogar otra expresión a la palabra perdón”. (‘Declaración del Cura Medina’, página 60 del nº. 87 del “Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”).
Apenas abandonaron los comisionados de Goyeneche la ciudad, cuando los remordimientos por la acción indecorosa, torciendo la conciencia de los sinceros patriotas, volvieron a su espíritu la energía necesaria para protestar contra la venta de la independencia.
Dice el testimonio de Murillo, que el cura Medina fue uno de los que buscó en el instante mismo la reunión del cabildo para pedir la reconsideración del pacto. La reunión se efectuó en el cuartel que comandaba Murillo, donde concurrieron Indaburu, Graneros, el cura Medina y un gran número de individuos de todas las condiciones sociales, inspirados por el peligro del momento. Todos expresaron “el justo sentimiento que les asistía de haber accedido a las proposiciones y tratados que pocas horas antes se había estampado en la carta capitular”. (“Declaración de Murillo”, folleto citado). Todos juntos también, con excepción seguramente de Murillo e Indaburu, por sus compromisos irreductibles, pidieron en uniformidad de razonamientos que no se sacrificara la revolución, pues que contaba aún con recursos bastantes para repeler la invasión de la fuerzas de Goyeneche; que las tropas acantonadas en el Alto y en Guaqui debían hacer una formal resistencia a las del Cuzco, “auxiliándolas con las de esta guarnición, con el considerable tren de artillería que se hallaba montado y demás pertrechos de guerra de que fuese susceptible esta ciudad, echando mano para todo de los fondos del erario y reiterando órdenes a los comisionados de los partidos, para que congregadas la fuerzas de sus cargos estuviesen prontos a ser víctimas en obsequio de la justa causa que aseguraban debía defenderse”. (‘Declaración de Murillo’).
El mal estaba producido. Al clamor del patriotismo surgió tarde. El empeño contraído con Goyeneche bajo palabra oficial, tenía mayor peso que la perspectiva de graves males a la población cuando Goyeneche entrase triunfante a la cabeza de las legiones ávidas de botín y sangre. Murillo e Indaburu no dejaron campo a ninguna solución.
Murillo agrega en su indagatoria un detalle, que tiene grave importancia histórica para demostrar la situación de ánimo en que él se encontraba frente a sus contemporáneos, y como respondiendo a la acusación de doblez en su conducta que le formularía el porvenir. Si la revolución estaba ya entregada a Goyeneche, ¿cómo se atrevía a comandar aun la fuerzas que no aceptaban el pacto y protestaban contra él? Dice Murillo: “… aunque el declarante ‘depositó el comando de las armas’ a don Mariano Campero mientras que tenía la satisfacción de avistarse con dicho señor presidente, y como aquél (Campero) no hubiese estado autorizado para recibir tales encargos, le expresó al declarante que ‘permitiese en nombre del Rey y de su general en el comando de las armas’, ínterin y hasta que con noticias de todo lo acaecido expidiera el señor presidente sus ulteriores disposiciones con lo que concluyó tan solemne acto cuidando el declarante de corresponder por su parte con dicho emisario en reconocimiento a tanta generosidad.” (‘Declaración de Murillo’, folleto citado, pág. 31).
No brota de los labios ninguna cómica indignación, que justa debiera estallar ante la ignominiosa venta de la conciencia patriótica. Pero es inevitable el mohín de desprecio ante la conducta de aquellos que asumieron el papel de apóstoles de una idea y deslumbraron muchos entusiasmos, para sacrificarlos después en aras de una apostasía imperdonable. Si hay alguna afrenta para el espíritu que concibió un destino de redención, es precisamente aquella en que aparece el titulado representante de una idea, retractado de rodillas la obra del sacrificio ante el espectro de la tiranía y confesando la bondad de la cadenas de la servidumbre. La excusa que en abono de semejante conducta se insinúa por el autor del artículo Murillo, que aparece en el ‘Diccionario Histórico del Departamento de La Paz’ publicado por Nicanor Aranzaes, es inaceptable. Se pregunta dicho artículo: “Cuál es la causa de cambio tan repentino en el hombre que durante quince años (¿? ¿? ¿? ¿?) había trabajado por la revolución”: y respondiendo con seguridad pasmosa dice: “Traición no la hubo (¡¡¡¡) fue simplemente el terror de un fracaso sangriento sin utilidad alguna, como él lo manifiesta en su confesión: que la guarnición de su mando era limitada para oponerse a un considerable ejército de cinco mil hombres y lo confirma el acusador fiscal, así también las promesas falaces del intrigante Goyeneche”. (Página 540 del citado diccionario).
La excusa es forzada. Los peligros de la situación eran evidentes; pero la piedad patriótica de la casi totalidad de los comprometidos en la causa libertaria, pidió llevar el sacrificio hasta la muerte. El ‘Terror del fracaso sangriento’ pudo sobresaltar al alma de los cobardes; pero no doblegó a los patriotas que, en clamor unísono, pidieron a Murillo saborear las consecuencias del ‘fracaso sangriento’.
Si el terror del fracaso sangriento nubló la conciencia de Murillo, desgarrando sus vestiduras de héroe; si el espectro de la muerte y el aspecto del verdugo, helaron sus energías desnudándole los atavíos del abnegado apóstol; si el concepto de escasa utilidad del sacrificio, rebajó el criterio moral del patriota al extremo de poner en el platillo de la balanza, con mayor peso, la abdicación del credo redentor; si el venal egoísmo de quienes aspiran vivir de cualquier modo aún a costa de la virtud y del deber, desairó la corona del martirio con la cual la posterioridad hubiera clamado por todos los siglos contra sus verdugos, amando la memoria del mártir; todo eso, sí, no acusará ciertamente más que la debilidad de la carne, que no se sobrepone a las preocupaciones mundanas para hacer la obra viril de espíritu; pero señalará el bajo nivel del hombre que no quiso permanecer en las alturas entrevistas por los redentores.
Pero hay más que debilidad en la conducta del protagonista de la revolución del 16 de Julio. Contemplando con la fruición del artista el modelo del pacto internacional sellado con los emisarios de Goyeneche, quiso agotar Murillo los extremos de su sumisión al despotismo colonial; designó en manos del teniente coronel Mariano Campero el comando de las armas; pero el edecán de Goyeneche, por no tener autorización para admitir el mando y ejercerlo, autorizó a Murillo para continuar en ese ejercicio ‘en nombre del Rey y en el de su General’. Murillo no supo cómo corresponder a tanta generosidad, y se puso en la condición de los esclavos que besan la mano del verdugo que los atormenta, pues agrega en su relato: “Cuidando el declarante de corresponder por su parte con dicho emisario en reconocimiento a tanta generosidad”. (Folleto citado).
Murillo aceptó con muy humilde reconocimiento el cargo de autoridad española. Desde ese instante era el representante del Rey y de su General. Rasgó el sayal humilde del patriota, para ostentar el uniforme del peninsular. Renegó de la fe de Cristo y confesó ‘ser moro’.
Pero es urgente concluir estas páginas de amarga rememoración.
Mientras los comisionados de Murillo y los del cabildo marchaban en el desempeño de su cometido hacia el Desaguadero, ocurrió una circunstancia que precipitó los acontecimientos.
El capitán Pedro Rodríguez había quedado a la cabeza de las fuerzas de Tihuanacu, durante los días en que el comandante Sagárnaga marchó a la ciudad de La Paz acompañando a los edecanes de Goyeneche. Habiendo recibido aviso de que un indígena avanzaba en dirección del campamento español, Rodríguez ordenó capturarlo inmediatamente. El indígena era un ‘propio’, es decir ‘correo expreso’ enviado por don Francisco Yanguas Pérez con una carta a Goyeneche en la cual le expresaba “que había quedado con el comandante general don Pedro Domingo Murillo, que le entregaría el cuartel a los disidentes”. La relación de este antecedente va auténtica en las “Breves apuntaciones de la revolución de Bolivia” escrita de puño y letra del general D. Dámaso Bilbao la Vieja y que la guarda el doctor M. Rigoberto Paredes, habiéndose franqueado una copia para la Sociedad Geográfica Sucre, que la publicó en el número 78 de su Boletín, página 100.
Tan inesperado descubrimiento debió impresionar desagradablemente al capitán Rodríguez; y para evitar los daños que surgirían para la revolución de una conducta tan a todas luces traidora, adoptó las disposiciones que ahogasen el plan en su ejecución. Resolvió ante todo la carta original al capitán Zegarra, con un expreso hasta La Paz; y él mismo determinó trasladarse a la ciudad con sus dos compañías de infantería.
El aviso llegó al capitán Zegarra en los momento más oportunos, pues un corto espacio de tiempo más y se consumaba la acción preparada de acuerdo entre Murillo y Yanguas.
El capitán Zegarra no quiso comprometer el secreto de que era poseedor y obró discretamente. Disimuló su actitud, sin dejar de adoptar las medidas de seguridad que exigía la gravedad de las circunstancias. De acuerdo con Graneros, para dar un golpe seguro y eficaz, dejó transcurrir las breves horas iba a efectuarse por Murillo la entrega del cuartel.
La confusa relación que hace Murillo de los momentos que precedieron a su prisión, necesita ser glosada para explicar sus alcances.
Probablemente la indiscreción de los conjurados dejó esparcir el rumor de que las fuerzas acuarteladas pensaban insurreccionarse y después de entregar la ciudad al saco, marchar a incorporarse a la fracción de tropas que cuidaba en el Alto los pasos contra la invasión de Goyeneche, cuando el alcalde de primer voto mandó llamar a Murillo, a quien esperaba en la casa de Juan Tellería, para significarle ese rumor.
El alcalde no era otro que Yanguas, el destituido por el pueblo en el comicio del 12 de septiembre. Había reasumido el cargo por imposiciones de Murillo el día en que el cabildo pactara con los edecanes de Goyeneche la entrega de la ciudad. Se entregó, como prenda de seguridad para la fiel ejecución del acuerdo, la reposición de las autoridades españolas.
Murillo acudió presuroso al llamamiento del alcalde, y no podía dejar de hacerlo, pues descubierto el plan contrarrevolucionario, corría peligro la vida de los conjurados.
El diálogo que relata Murillo contradice la verdad de la situación de ambos personajes. Las excusas que apunta, cuales las de que él dijera “que no podía verificarse (la salida de las tropas al Alto haciendo un saqueo a la ciudad) y que serían suposiciones, aunque él (Murillo) no había podido ir en toda la tarde al cuartel, a causa de estar ocupado en varios papeles”; es necesario interpretarlas en el sentido único que fluye de los hechos, como una conferencia que se apuntaba la conveniencia de adoptar medidas, que pusiesen sus personas al abrigo del furor de los patriotas; o apresurar el movimiento contrarrevolucionario, para dar cuenta a Goyeneche con el resultado, a la mayor brevedad. Así se explica la proposición de Yanguas para salir ambos de ronda, él con doce hombres tomados de su gente, y Murillo con otros doce hombres extraídos del cuartel, dándose el ‘santo seña’ militares con estas palabras: ‘comandante y alcalde’.
De ahí se encaminó Murillo al cuartel, seguramente para investigar si las versiones populares llegaron hasta el ejército y saber el grado de confianza que aún inspiraba entre los soldados, de manera que su decisión final no se entregase al azar, o le comprometiese una imprevisión. Antes de llegar al cuartel, le sorprendió el encuentro con un centinela, que se hallaba colocado a veinte pasos del edificio. ¿No era esto un síntoma de que el movimiento preparado en la reserva, se hacía del dominio público? Ordenó al centinela su retiro inmediato. Abocado al cuartel, trabó inmediata conversación con el oficial de guardia Zegarra y con Graneros, acerca de la novedad que acababa de notar, y obtuvo en respuesta la afirmación de que la medida obedecía el rumor de que esa noche se intentaba asaltar la fuerza. Murillo procuró desautorizar tal rumor, atribuyéndolo a suposiciones quiméricas del pueblo; se atrevió a reprender al oficial de guardia, “delante de don Gregorio Sanjinés”, por haber adoptado la medida militar del centinela avanzado. El oficial reprendido aparentó sumisión, pues no consideró llegado el instante de obrar.
Murillo se dirigió luego a la casa de Indaburu. La visita a este personaje, que pocos días después dará el golpe de gracia a la revolución, es relacionada con frases tales, que hacen imposible la defensa que aún quisieran intentar los que le alzaran altares, ponen más bien en transparencia el acuerdo de complicidad entre ambos. Le comunicó “que con acuerdo del alcalde salía en patrulla, y se opuso fuertemente porque ‘podía ser traición, y no convenía’. (Declaración de Murillo, folleto citado).
La oposición de Indaburu a la salida de la patrulla, no significa que hubiese en su ánimo sentimiento alguno de desconfianza respecto de la persona del alcalde, a quien ni Murillo ni su interlocutor podían asignarle el papel de patriota, desde que se hallaban en el más intimo convencimiento de los trabajos que realizaba en contra de la revolución y en pro del restablecimiento de la autoridad peninsular, y juntos desenvolvían planes y recursos en incansable actividad. La palabra ‘traición’ puesta por Murillo en labios de Indaburu, se traduce de la única manera que los sucesos rápidos y fulminantes la autorizan, esto es, como la confesión de hallarse descubiertos en su maquinación anti libertaria, y el legítimo temor de que el pueblo, estando sobre aviso del daño preparado en su contra, cayese sobre la patrulla, diese cuenta con los traidores, y anulase los planes y propósitos muy cerca del desenlace preparado laboriosamente. Por eso agregaba Indaburu, según la versión de Murillo la frase que ‘no convenía’ la patrulla, que tiene una muy natural interpretación: la de que con ella se aconsejaba no cometer una imprudencia, que costaría muy cara a los comprometidos.
En ese mismo instante, según relato de Murillo, ingresaron juntos a la casa de Indaburu un mozo y una criada, informando que la plebe se reunía en la plaza. La noticia era de bulto para dejarla de considerar en toda su trascendencia moral. Si esta gente pertenecía a la colectada por el alcalde Yanguas, no había motivo para sobresaltarse; si al contrario, eran los patriotas que se daban cita a impulsos de rumos de la contrarrevolución, la necesidad de ponerse a salvo imponía medidas a adoptarse de inmediato. Urgía pues abandonar toda discusión que no tendiese a este pensamiento y poniéndose en el nervio del conflicto, averiguar la verdad de la situación. Nadie más a propósito que Murillo para tal comedido, por su posición de comandante militar, que si no le hacía invulnerable contra una agresión de hecho, le rodeaba aún cierta aureola de respeto ante el concepto general, como jefe de una fuerza no tildada de conducta antipatriótica. Con todo, se adoptaron todas las precauciones. Se invitó a don Gregorio Sanjinés para acompañar a Murillo; e Indaburu le prestó un soldado ordenanza que guardase sus espaldas. La comitiva así formada, marchó “hasta la esquina del palacio viejo y dando vuelta por la calle de Santo Domingo, la de Mercaderes y toda la plaza, no encontró ‘gente de sospecha’.
La nota que no era gente de sospecha la que andaba reunida anormalmente en la plaza, es más reveladora que otras del plan contrarrevolucionario. A esa hora, (las seis y media de la tarde), estaban convocados en la casa del alcalde de primer voto don Francisco Pérez Yanguas, todos los jefes de la facción realista, para acuerdos de urgencia. Convínose en la junta que todos los artesanos y soldados que se hallaban esperando en la plaza la señal conveniente, se distribuyesen en las casa de José María Landevere, del Marqués de la Plaza y Domingo Chirveches, hasta la hora en que Murillo los requiriese para apoderarse del cuartel.
Landevere era hijo de español. No obstante sus opiniones intransigentes realistas, le incorporaron el 18 de Julio al cabildo en carácter de adjunto. Las influencias del obispo, a quien acompañó desde la ciudad hasta su finca, cuando salió desterrado, le afirmaron a Landevere en su odio a la revolución independiente.
Chirveches natural de España, se dedicó al comercio. Le sorprendió el movimiento del 16 de Julio en el ejercicio de alcalde de la Santa Hermandad. Intimo amigo de Indaburu, activó con él todos los elementos contrarrevolucionarios.
Tales eran los principales agentes contrarrevolucionarios de que aprovechaba Yanguas la noche del 12 de octubre. Contaba con las gentes de iglesia, todos los españoles residentes en la ciudad y algunos soldados sobornados por la autoridad de Murillo e Indaburu, y disponía de la plata colectada entre diversos comerciantes, de los fondos de los monasterios y algunos caudales ofrecidos por el virrey.
La atmósfera moral que rodeaba a los conjurados parciales propicia: ningún sigo de mal augurio les advertía que estaban al borde del fracaso. En posesión de esa confianza. Murillo se encaminó al cuartel, para preparar la recepción de Yanguas y su gente, que debían concurrir a recibir todos los elementos revolucionarios de la ciudad. Eran, según propia relación, las ocho y media de la noche cuando entró al patio principal del cuartel. El recibimiento no correspondióa sus previsiones, pues “el Challa, el oficial de guardia Zegarra, con soldados granaderos lo prendieron arrancándole el sable para degollarlo, atribuyéndole que convenido con el alcalde de primer voto, acababa de hacer propio al M.I. Presidente, que sin pérdida de tiempo viniesen sus tropas y que era un traidor que los había vendido a los edecanes y entregado la ciudad, con cuyo motivo fue encerrado en un cuarto con dos centinelas de vista y sin comunicación permaneciendo por la noche sin cama hasta cosa de las doce de ella”. (Declaración de Murillo, folleto citado, página 35, renglones 7 a 18).
La prisión de Murillo se procuró llevarla sin ruido ni aparato, por la especial precaución que adoptaron el oficial Zegarra y Graneros, a objeto de coger en la trampa a los que debían acudir a posesionarse del cuartel.
Media hora después, esto es a las nueve de la noche, extrañado sin duda la tardanza de Murillo en transmitir las señales esperadas para el movimiento combinado con la fracción realista, enviaron los conjurados a preguntar por el comandante. Se presentó al desempeño de esa comisión don Juan de Dios Aieste, con el pliego en la mano, asegurando venir de parte del presidente del cabildo, el alcalde Yanguas. Lo recibió el oficial de guardia con todo miramiento, y le ofreció entregar el pliego tan luego llegase el coronel, que había salido. En el pliego le decía Yanguas, que la gente estaba pronta, “y que le comunicase la hora en que iría a recibirse del cuartel”. A las dos de la madrugada volvió el mismo Aiesta con otro pliego del alcalde a Murillo. El oficial Zegarra le contestó que el primer pliego le había entregado cumplidamente a su jefe, y que este al recibirlo volvió a salir. En el segundo pliego decía Yanguas, “que en la tardanza estará el peligro; y que le avisase la hora”. (Breves apuntaciones de la revolución de Bolivia, por el general Bilbao La Vieja “Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”, Nº. 78, páginas 100 y 101).
El alcalde se debatía entre mil impaciencias en la espera de la ansiada repuesta de Murillo; y para no perder energías, sacó a los más audaces de los hombres que guardaba consigo en su casa, y se fue de ronda, siendo más de media noche, por diversos barrios de la ciudad, llegando a detenerse algo más tiempo en Coscochaca. A la sazón llegó jadeante un comisario, de aquellos que Yanguas enviara en exploración; comunicó la desagradable nueva de que la fuerzas de Tiahuanacu estaban ya sobre el Alto. El alcalde apresuró el regreso de la patrulla y convocó a toda prisa a los conjurados para comunicarles la novedad inesperada. Revistaron las filas y encontraron doscientos hombres listos para la acción. El silencio de Murillo, que no alcanzaban a explicarlo, les dejaba sin el contingente que en la víspera formaba el eje de toda la combinación contrarrevolucionaria. Es que Murillo gemía en un cuarto estrecho, con centinela de vista, guardando en el cuartel que pretendiera entregar.
En la junta de Yanguas se discutió acaloradamente las posiciones que deberían ocuparse, ya para atacar a los patriotas, ya para defenderse en su caso y resistir las fuerzas que llegaban tan inopinadamente. Los pareceres fueron divergentes, y la discusión se engolfaba en disquisiciones ajenas a la urgencia de los momentos, cuando la repentina irrupción de la columna de Tihuanacu, la algazara de los soldados que asaltaban la plaza mayor y el ruido de las cureñas de los cañones rodando sobre el empedrado, no les dieron tiempo para soluciones militares, cual aconteció a los roedores de la fábula, engolfados en controvertir si eran galgos o podencos los que los perseguían para cazarlos… los contrarrevolucionarios apenas acertaron a acordar el marcharse a la Riberilla, encerrándose los más en la casa de Yanguas.
Las fuerzas de Tihunacu llegaron efectivamente en la madrugada del 13 de octubre. El capitán Rodríguez que los guiaba, dominado por el temor de que fuese tarde el auxilio traído a la revolución, se adelantó a los soldados, devorado por una impaciencia digna de su ardor patriótico. Al pasar por Laja encontró a Sota, que le dijo ser inminente el peligro. Este aviso aguijoneó mayormente su ansiedad; picó más vigorosamente su cabalgadura. El pensamiento inquietante de un contratiempo para la causa de la libertad le dio alas; llegó a la ciudad “entre dos luces”. Un centinela colocado en la ventana del cuartel le hizo alto. Reconocido luego, militarmente, por el oficial Zegarra, que le dio las seguridades y satisfacciones nuevas de la situación, volvió tranquilo al encuentro de su gente, que estaba ya en Coscochaca; y con ella tras un breve descanso, “bajó a batir la casa de Yanguas”.
La columna de Tihuanacu, presidida por Rodríguez, Indalecio Sanjinés, Salinas y otros, sumaba unos doscientos hombres; unida a las diez compañías de infantería que habían quedado en la ciudad a cargo de Zegarra, Graneros y otros oficiales patriotas, con más el cuerpo de artillería, compuesto de doce cañones, bajo la dirección de Jiménez, el gallego Castro, etc., hacía un total de mil hombres armados, a los cuales se adjuntó enorme cantidad de pueblo, devorado de la fiebre del pillaje y de la matanza.
Castro dispuso la colocación de dos piezas de artillería en cada esquina de la plaza. Comunicó órdenes perentorias a las compañías de infantería para atacar a los contrarrevolucionarios. Fue de hecho el jefe de la acción.
Al primer empuje de los soldados patriotas, la montonera contrarrevolucionaria se dispersó en la Riberilla; y algunos pocos hombres buscaron refugio en la casa de Yanguas.
Cuando parecía haber concluido la acción, restableciéndose el orden, se vio salir de la casa del alcalde a veinticinco hombres “disfrazados” con el intento de “espiar las operaciones de la plaza”. Fue el comienzo del combate. La fuerza patriota inició el fuego. Perseguidos los espías, volvieron de prisa a la casa de Yanguas. En pos se lanzó una columna, que sostuvo largo rato vivo tiroteo con los hombres que disparaban de las ventanas de la casa. Pocos momentos después, se arrastraba un cañón para colocarlo frente a la casa del alcalde. Varios disparos, dirigidos por el intrépido teniente Figueroa, echaron abajo la puerta, dando franco acceso, dentro de la casa, a la tropa, que cometió excesos de toda naturaleza, y destruyó cuanto en ella encontró. Fueron tomados prisioneros Yanguas, el contador José Cuelles, el tesorero Arrieta, a quien cogieron sable en mano en la chimenea, y otros nueve españoles, que habrían sido víctimas del furor popular si el patriota Manuel Cossio (alias el Mazamorra), no hubiese intervenido para evitarles muerte despiadada. Los demás fugaron por los tejados.
El furor popular se ensañó con Yanguas. Cholos y soldados lo acosaron, le dieron de golpes y sablazos; y habría sido arrastrado por las calles, cual se pregonó en el momento, si no hubiesen estado oportunamente para salvarlo, el cura Medina, el cirujano Viscarra y el mercedario Tejada. El cirujano abultó el diagnóstico de la herida que había recibido Yanguas, por favorecerlo en su propósito de que no permanezca en el cuartel, a donde lo condujeron alborotadamente, logrando que tal ardid que lo pusiesen en inmediata libertad. La lucha para arrancarlo de manos del populacho irritado, está gráficamente diseñada en la declaración del cura Medina, que merece ser transcrita íntegramente.
Habiéndosele preguntado “si para liberar a don Francisco Yanguas Pérez de los atentados que contra su persona, y bienes se cometieron frecuentemente por los facciosos exigió el declarante de la señora condesa de Alastoya crecida cantidad de pesos”, dijo el cura Medina: “Que esa mañana pasando por los portales del cabildo encontró un numeroso pueblo que estaban agolpados allí pidiendo con insistencia que se decapitase a don Francisco Yanguas Pérez y a Murillo, porque estos se habían combinado pasar a cuchillo a los oficiales y muchos vecinos, y el declarante asociado de un eclesiástico que no sabe cómo se llama, pero sí le consta que es sobrino del señor Mariaca, exhortaron a dicho pueblo, con las reflexiones más cristianas a que se sosegasen, que las cabezas de estos hombres no eran de algunos animales, sino que eran hermanos nuestros, y que primero nos habían de ahorcar a nosotros, que tocar ni herir ningún cuerpo, y que así fuesen a parar ya a la horca, y que nos ahorcasen a nosotros antes que permitir que cometiesen este atentado, y por este medio lograron aquietar y serenar aquel nuevo pueblo, a muchos de aquellos cholos emponchados que se hallaban armados, y por un efecto de caridad temiendo que se echasen sobre estos hombres, porque notó un odio, y aborrecimiento en el pueblo contra estos sujetos se propuso ver si podría librar a don Francisco Yanguas Pérez por una tienda, y se abocó con el señor alcalde Medina y le hizo presente esto mismo y este señor le franqueó veinte onzas, y después viendo el declarante la dificultad del proyecto porque los oficiales existentes en él, no perdían de vista al citado señor Yanguas, y al mismo tiempo porque se le había tenido ya al declarante por traidor, por haberles predicado que no hiciesen daño, ni perjuicio alguno a los señores europeos, se insinuó con el finado Rodríguez, y un tal Reyna, alférez de artillería, y les expresó que se haría el mejor servicio a Dios y al Rey no hiriendo a ninguno de los que se hallaban presos, y especialmente al señor Yanguas, así que viesen medios de liberarlo ocultamente una noche de estas que le proporcionaría una regular gratificación, y le contestaron que de ningún modo porque el señor Yanguas Pérez, había tratado de pasar a cuchillo así a ellos como a los demás oficiales, pero logró de vencerlos y reducirlos a partido, y le pidieron diez mil pesos, y les hizo presente que aquel hombre no tenía dinero alguno porque corría en el pueblo que le habían saqueado su casa con motivo del acontecimiento de su prisión, y que no se podía juntar esta cantidad, y le pidieron últimamente cuatro mil pesos, los que ya se aprontaron por dos Padres de Santo Domingo que los conoce el señor alcalde Medina, y aunque uno de ellos le ofreció traer esta cantidad a su casa no quiso el declarante hasta verificada que fuese la libertad del señor Yanguas y seguridad de su persona, y sobre esto mismo en varias ocasiones que visitó al señor Yanguas en su prisión, le hizo presente las medidas que estaba tomando a ver si lo podía libertar, y este mismo señor puede asegurar la dificultad que tenía en hablar con él por los centinelas que no lo perdían de vista un momento, habiendo el declarante en varias ocasiones repugnándole el que entrase a verle, y tratándolo de traidor porque le veían que con frecuencia visitaba a este señor y demás que se hallaban presos en los cuarteles”. (Declaraciones del cura Medina. Nºs. 87, 88 y 89 del “Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”, páginas 63 y 64).
El autor del artículo titulado ‘Murillo’ (Don Pedro Domingo) corriente en el diccionario del Departamento de La Paz por Nicanor Aranzaez, dice, apreciando la conducta de aquel héroe en los sucesos narrados: “Que hubiesen entrado en acuerdos con Yanguas, “no tenía nada de incorrecto”, puesto que él cabildo había admitido las proposiciones de Goyeneche y “se consideraba fracasada la revolución”. (Páginas 540 y 541 del citado diccionario).
En el leguaje de las conveniencias del vulgar egoísmo, la fatídica frase que el miedo divulga del “sálvese quien pueda”, es posible que se parafrasee como el derecho de propia conservación, o traducirse como el deber de velar por sí mismo. Pero esas conveniencias no muestran repercusión en el lenguaje de los héroes y los mártires. Los que han dado cara vuelta en el campo de batalla y abandonado en manos del enemigo el pabellón sagrado, carecen del vocabulario que distrase su ignominia. La excusa que balbuceara algún compasivo espíritu alegando de la “necesidad de evitar una muerte sin gloria”, abre en surcos más anchos el campo de la deshonra. Velará junto a la gran guardia, en los tétricos llanos de Waterloo, con la antorcha inmortal, el ángel de la gloria, ornando la frente de esos viejos soldados que sabían morir e ignoraban lo que significaba el rendirse. El ejemplo de Abaroa, en la inimitable acción de Calama, arrojando a la faz de sus asesinos, envuelta en la espuma de la rabia homérica y en viril protesta, la candente interjección española…; es la condenación vibrante de quienes acordaran entrar en viles acuerdos con el enemigo de la libertad y arrastrarán por el fango de la prevaricaciones el verbo redentor invocado en la revolución… Abaroa, desafiando con singular bravura las huestes vencedoras, pidiendo, ya exánime e indefenso, la muerte antes que profanar su conciencia con vil reniego de la fe en la patria: es la protesta que se alza robusta hasta ultratumba y sacude en espasmos de terror las sombrías figuras de quienes vendieron en subasta de mercenarios la causa libertaria, afrentando la obra excelsa que se irguiera apuntalada con los escombros de la Bastilla el 14 de Julio de 1789, y arrojando la faz de los Washington y los Bolívar y los Sucre…
Desbaratada la conspiración de Yanguas, ¿quedó a salvo el principio revolucionario? Todo al contrario: con el entronizamiento de Indaburu en el gobierno de la ciudad, el realismo no hizo sino cambiar de agente. Estaban condenados los sostenedores de la idea libertaria a debatirse en perpetuas equivocaciones.
Proclamando a don Juan Pedro Indaburu comandante de armas, dedicó sus primero esfuerzos a contener los excesos de la muchedumbre perpetrados en la casa de Yanguas y los secuaces de éste, y restablecer el orden en la población. Supo ocultar, con rara habilidad sus connivencias realistas, comprobándolo el hecho de que los más exaltados enemigos de la contrarrevolución, acabada de debelar, le vitorearon en las calles con positivo entusiasmo, y aclamándolo en seguidos días como al heroico defensor del pueblo.
El deseo del nuevo comandante de armas, de retener toda la fuerza armada, parte de la cual había venido del Alto y el resto del Desaguadero, se frustró por la negativa de Castro y Rodríguez, quienes dispusieron que a las doce del mismo día 13 de octubre saliese la mayor parte de dichas fuerzas al campamento de Chacaltaya. Este incidente enturbió las relaciones personales de aquellos militares con el comandante de armas, y será el germen de escenas harto funestas para la vida de los mismos.
Hacia la tarde asomó a la ciudad el edecán español Miguel Carazas, enviado del campamento del Desaguadero por Goyeneche, con el fin de acordar el depósito de las armas que se había estipulado con la junta. Venía acompañado del alcalde de segundo voto don José Diez de Medina y del comandante Sagárnaga, los cuales, como se recordará, fueron enviados en calidad de plenipotenciarios ante el presidente del Cuzco, como representantes de Murillo, y habían marchado acompañados de los edecanes Astete y Campero para definir puntos concretos relativos a la entrega de la ciudad. Entrevistados con Goyeneche, estuvieron seguramente de acuerdo en lo principal; y se trataba en la actualidad de ejecutar los convenios, para lo cual envió el jefe español a Carazas, marqués de Cochán según el general Bilbao la Vieja.
Indaburu, a la llegada del enviado español, convocó a una junta a los principales jefes de la situación, encontrándose en ella el alcalde Medina, el cura Medina, Gregorio Lanza, Orrantía, Graneros, Cossío, los jefes Castro y Rodríguez, Zegarra, Arroyo, Landaeta, Pichitanga y algunos oficiales más. Hallándose presente el edecán Carazas, Indaburu solicitó la opinión de los concurrentes acerca de las nuevas proposiciones formuladas por Goyeneche, por órgano de su representante. La mayoría habló favorablemente de las intenciones del Presidente del Cuzco, de su prudencia y moderación y conocida beneficencia, “cuyas miras sólo se dirigían a poner término a tantas calamidades y tranquilizar los agitados espíritus de estos habitantes”. No se levantó más voz que la de los patriotas cura Medina y los militares Castro y Rodríguez, en oposición a las proposiciones realistas. Dijeron, con exaltación, que las intenciones de Goyeneche “no podían ser otras que las de castigar y sojuzgar puesto que así lo vaticinaban con su entrada a esta población con tan respetable fuerza militar, siendo de dictamen que de ningún modo se debía permitir más guarnición que la de doscientos hombres para el decoro de su persona”. En vano Sagárnaga arguyó que Goyeneche había empeñado formal palabra en el Desaguadero, para respetar los pactos; inútilmente también peroró Carazas, “que hizo ver hasta la evidencia los ningunos sentimientos sanguinarios de su digno jefe, sino que por el contrario aspiraba como lo había manifestado repetidas veces a que estos habitantes se restituyesen a la dulce tranquilidad de sus hogares”. Tales razonamientos no inclinaron el ánimo de aquellos patriotas a aceptar las imposiciones de Goyeneche; al contrario, ellos persistieron en sus ideas, dando lugar a que la junta adoptase la única solución que correspondía al conflicto: contestar al presidente del Cuzco expresándole que no era posible acordar ninguna medida, y referirle lo sucedido.
La corriente de opinión para entregarle la ciudad a Goyeneche era tan unánime, que ni los mismos exaltados ciudadanos que contrariaron las determinaciones de la junta, en el incidente que se acaba de narrar, discutían la medida principal; apenas si regateaban en número de hombres que se consentiría a Goyeneche para formar su escolta de entrada, y ello únicamente a través del criterio de seguridad contra las persecuciones que se temían, como previsión lógica y natural, dado el carácter desleal del presidente del Cuzco. Se fijaba ese número de doscientos hombres, cifra en que están uniformes todos los testimonios.
Semejante unanimidad muestra que la idea emancipadora había muerto en la mente de todos los dirigentes, y que se trataba nada más que de buscar condiciones de seguridad personal para cada uno, dentro de la fórmula del ‘sálvese quien pueda’ fatídicamente circulada por las abdicaciones del miedo. Por eso también son unánimes los testimonios de los que declararon en el proceso del 16 de julio, afirmando que Castro y Rodríguez, jefes de la fuerza militar, ya no tenían otro propósito que el de marcharse a fortificar en Yungas, para cuyo fin comunicaron a sus íntimos las instrucciones necesarias.
Los capitanes Castro y Rodríguez abandonaron la ciudad el 14 de octubre llevando consigo todas las fuerzas, excepción de la cuarta compañía, que cedieron a Indaburu para su escolta; y se situaron en el Alto. No pensaron más aquellos militares en volver a Tihuanacu a ocupar las antiguas posiciones frente al enemigo, pues estaban convencidos de que la causa libertaria estaba perdida. Debieron, sí, contemplar con pena, esterilizada la obra de los colaboradores de la revolución, los comisionados de Achacachi y Yungas Escribano Cáceres y N. Condorena, que reunieron tres mil indios y compañías considerables de cholos poniéndolos a disposición de los jefes que comandaban las fuerzas de Tihuanacu, y con cuyos elementos se consideró posible invadir los territorios ocupados por Goyeneche. Los planes que el patriotismo de los militares forjara al comienzo de la revolución, se frustraron por la conducta de Murillo, Yanguas e Indaburu, habiendo contribuido con acción de eficacia al desastre, el Jefe de la expedición de Tihuanacu don Juan Bautista Sagárnaga, que confiesa haber mandado la dispersión de los indios y los cholos, cuando dice en la declaración prestada el 22 de diciembre de 1809, al absolver uno de los puntos de su interrogatorio: “… Exponiendo en obsequio a la verdad que para tranquilizar los pueblos de Jesús de Machaca y demás de los partidos de Pacajes y Omasuyos expidió sus órdenes a fin de que se restituyese la indiada y muchos soldados a sus respectivos hogares, haciéndoles que dejasen las lanzas en el mismo punto de Tihuanacu contra la oposición y desenfreno de Estrada y Cáceres, que tenaces en sus desórdenes exigían al declarante (Sagárnaga) una invasión desde Guaqui contra las tropas situadas en el Desaguadero, asegurando que todos los cholos, indios y mestizos de la comprensión de su mando estaban prontos a hacer una vigorosa resistencia contra las tropas del rey, cuya operación no tuvo el efecto que los referidos Cáceres y Estrada se propusieron en razón que el declarante les ordenó se trasladasen al centro de sus familias que para en el de exigirlo de necesidad les comunicaría los correspondientes avisos”. (“Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”, Nº. 85, página 19.)
Esas fuerzas colecticias, mal armadas y sin disciplina militar, no eran, evidentemente, elemento de victoria ni podían prometerla, careciendo de jefes expertos y decididos por la causa, sobre todo frente a los cinco mil hombres que comandaba Goyeneche, bien equipados y dotados de los recursos que los jefes españoles solían encontrar en los pueblos de la dominación peninsular; pero eran los mejores auxiliares de una guerra de montoneras, para hostilizar al enemigo, cortarle las subsistencias, al mando de un caudillo de esa admirable táctica del guerrillero supiese manejarlas, huyendo siempre el cuerpo, presentándose de improviso en los parajes menos esperados, hiriendo la imaginación del adversario con los golpes más diestros dados en las sombras, cogiendo rezagados, destruyendo convoyes, interceptando comunicaciones, haciendo, en fin, la desesperación del enemigo. Y no era problemático aumentar los tres mil auxiliares a trescientos mil, oponibles en enormes masas, terribles como el alud que cae de las montañas, incontenibles como el torrente embravecido que arrasa bosques y praderas, fieros como el león de las selvas, indomables como el viento pampero. La disciplina no podría nada contra el número: ahí está para ejemplo la hecatombe de “Los Verdes”, batallón realista que fue atacado en lugar próximo a Tarabuco (12 de marzo de 1816) por las partidas de guerrilleros encabezados por el comandante José Serna, y los caudillos Prudencio Miranda, Ildefonso Carrillo y Pedro Calizaya, habiendo caído todos los soldados españoles bajo el furor de la indiada y sacrificada cruelmente, sin que quedara ni un solo soldado con vida, excepción de un tamborcillo de órdenes.
Para producir las maravillas del heroísmo, faltaba la cabeza que piensa y el corazón que ama la idea. Los directores de la revolución del 16 de Julio huyeron todos por la pendiente de las traiciones. No es extraño que todo hubiese dado en los abismos.
El nuevo comandante de armas don Pedro José Indaburu, designó a su hijo, del mismo nombre, como capitán de la cuarta compañía. No siéndole suficiente el número de hombres que se le había dejado como guarnición, sobre todo urgiendo aumentar sus fuerzas para contrarrestar las que salieron al Alto con Castro y Rodríguez, en el desenvolvimiento del plan preconcebido; llamó a las armas a la plebe que quiso enrolarse en las filas de la reacción. Luego encargó a los subdelegados de provincia proporcionarle los contingentes indispensables. No respondieron con primor los resultados, pues, según el testimonio de Gregorio García Lanza, que fue su agente en Larecaja y Achacachi, “estando en Pucarani solo consiguió veintiséis cholos y con ellos se dirigió hasta los altos de la ciudad donde pudo convocar hasta cuarenta y los puso a órdenes del nuevo comandante Indaburu”. (Declaración de Lanza, en el tomo 3º. De los ‘Últimos días coloniales’ de Gabriel René Moreno pag. 333)
Indaburu trabajaba activamente, en contacto con los españoles, por la reacción y aconsejado por Carazas, no omitía esfuerzo para incrementar los recursos. El piquete de caballería, no se encontraba en la plaza, se comprometió en la casi totalidad de sus clases por los propósitos anunciados, exceptuando los jefes y muy pocos oficiales, a quienes no había podido arrastrar Indaburu en su propaganda traidora. (Memorias del General Bilbao la Vieja)
Resuelto a consumar con una infamia sus trabajos, convocó para el 18 de octubre a una junta a todos los jefes y oficiales del ejército patriota, mandando citar expresamente a Castro, Rodríguez y todos los que se encontraban acampando en el Alto, comunicándoles como orden del día una última proposición de Goyeneche. Concurrieron a la junta el alcalde Medina, Orrantía, Sagárnaga, Iriarte, Gregorio Sanjinés, Graneros, Buenaventura Bueno (según propia declaración de este), Pichitanga, Cossio y algunos más. El capitán Castro declinó la invitación, por hallarse ocupado en la vigilancia de la tropa sujeta a sus órdenes. Esta feliz circunstancia lo libró de las crueles acechanzas que se le preparaban.
Indaburu fingió discutir en la junta la forma de recepción a Goyeneche. Orrantía y Sagárnaga reiteraron la opinión que se había sustentado en otra ocasión, tendiente a permitir al presidente del Cuzco sólo una escolta de doscientos hombres, debiendo consultarse para una mayor proporción con las fuerzas situadas en el Alto. (Declaración de Graneros (Challa-Tejeta) Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, Nº. 62, pag. 68)
Indaburu y el alcalde Medina se apartaron a una habitación vecina con el pretexto de conversar sobre asunto reservado. No era sino porque anudaban una red en derredor de los circunstantes. Al ingresar el salón de la junta, dijo Indaburu haber recibido en ese mismo instante una carta del cacique de Calamarca, cuyo nombre expresó que ignoraba, y relatando su contenido manifestó que se le participaba hallarse listos veinte mil indios bajo el mando del alcalde provincial Loaiza, para invadir la ciudad. Como reflexionando sobre los alcances de la noticia, agregó que este dato le sugería la convicción de que existía un plan de trastorno, el cual era de su deber debelar, y dicho esto salió del recinto. A su vez el alcalde Medina, abandonó la casa sin expresar excusa alguna.
Según la declaración de Buenaventura Bueno, al absolver la interrogación 30, Indaburu no hizo reserva de sus opiniones, pues al volver al salón de la junta, después de la conferencia reservada con el alcalde Medina en la habitación contigua, se dirigió a Pichitanga expresándole “que era mejor hiciera entrega de las armas a Goyeneche y que tuviese entereza y que sus rasgos de fidelidad y vasallaje los había manifestado en repetidas ocasiones; haciendo en seguida igual reconvención aunque en tono más suave a los demás que se hallaban en la sala, asegurándoles que la desconfianza que tenían de su persona sería sin duda el principio de su ruina”. (Declaración de Bueno, pág. 319, de ‘Últimos días Coloniales’ de Gabriel René Moreno)
Pocos segundos después de escena descrita, penetró en la junta el cura Medina, acertando a entrar en el instante preciso en que el capitán Rodríguez redondeaba un pensamiento de desconfianza contra Indaburu y pedía que se le pusiese un espía que le siguiese los pasos. El cura Medina confirió las sospechas que se acababan de expresar, refiriendo que antes de llegar a la casa había visto a Indaburu en conversación con un soldado de caballería, de que dedujeron los concurrentes que tramaba alguna perfidia.
La desconfianza creció en el ánimo de los concurrentes con el hecho de que no volviese más Indaburu a su casa. Resolvieron, en consecuencia, retirarse de ella y se dirigieron a rondar los cuarteles “para evitar lo mismo que antes se había producido”. (Declaración del cura Medina, Boletín citado Nº. 87, pág. 67)
“Efectivamente se dirigieron a esta operación Sagárnaga, Orrantía, Rodríguez y el declarante (cura Medina) se quedó atrás con Iriarte, y luego pasaron por la plaza le llamó el citado Indaburu quien se hallaba en las inmediaciones del cuartel principal acompañado de un sin número de soldados quienes estaban formados en do9s alas expresándole que viniese a dar algunas disposiciones militares al cuartel, y le contestó el declarante que no entendía de guerra, y que su ministerio no le permitía mezclarse en estas operaciones, y que sólo deseaba la paz, y que no hubiese efusión de sangre pues ya estaba inmediato el M.I. Sr. Presidente del Cuzco, el que con sus altos respetos todo lo compondría, y pondría en orden y concluida esta contestación se encaminó para su casa en compañía de Iriarte conociendo ya los proyectos sanguinarios del citado Indaburu, a que se acercó a los portales del cabildo para tomar uno de los serenos para que lo acompañase a su casa se descargó un fuego de fusilería, y al mismo tiempo acompañaba muchos gritos y voces, todo lo que intimidó al declarante, y ganó los portales del cabildo para ocultarse y ponerse a cubierto de aquel fuego, y al momento se presentaron cuatro o cinco soldados y lo condujeron con engaño al cuartel principal porque allí estaría seguro de las revoluciones que se temían, y luego de llegado que fue a dicho cuartel lo mandó poner preso el citado Indaburu, en un calabozo con un par de grillos, expresándole que era un pícaro, traidor con otras expresiones insultantes propias de un hombre desenfrenado, y en seguida apresaron a Rodríguez, Mazamorra, Pichitanga, Zegarra, Orrantía y a Iriarte por la mañana del día siguiente, habiendo mandado igualmente que a todos estos se les pusiesen un par de platinas y también a Murillo, quien hacía días que se hallaba preso en aquel cuartel: toda aquella noche no se oían más voces en la plaza que las de viva el Reconquistador Don Juan Pedro Indaburu, y no era los traidores: por la mañana del día siguiente diez y nueve oyó desde su calabozo que se le notificó a Rodríguez, que se dispusiese para morir y exclamó este que cómo no se le oía, y se atropellaban sus derechos, que el M.I. Sr. Presidente estaba ya de inmediato a esta ciudad, y que este señor era legítimo juez que debía juzgarlo, y un sin número más reflexiones de esta naturaleza en apoyo de su defensa, pero nada de esto fue suficiente, y como a las nueve o diez de la mañana lo arcabucearon en el mismo cuartel: y después lo pasaron a colgarlo en una de las cinco horcas que había mandado colocar el expresado Indaburu en la plaza…”.
El hombre que preparó la horca para Rodríguez, la primera víctima por la idea independiente, fue “un tal Bravo, hijo del boticario Fabián Bravo”. (Memorias del general Bilbao la Vieja)
A la decapitación del capitán Rodríguez precedió un sumario militar. Lo organizó un tribunal compuesto por el alcalde de segundo voto José Diez de Medina, como presidente, Juan Pedro Indaburu y Miguel Carazas (edecán de Goyeneche), como vocales y como fiscal asesor el abogado Balcazar Alquiza. La sentencia condenatoria fue pronunciada sobre tablas. En ella estaba comprendidos Castro y otros presos.
El asesor fiscal, años después, afirmó haber firmado la sentencia sólo por temor a Indaburu. Es la confesión de la inconsciencia política.
Media hora después de las descargas de fusilería y algazara de los parciales de Indaburu, que pregonaban en las calles y plazas su triunfo, se presentó en el cuartel donde guardaba prisión el cura Medina, el moqueguano Arroyo, que era el agente más activo de Indaburu, para notificar a todos los presos. “Que escribiesen una carta a Castro, que se hallaba en el Alto, con la mayor fuerza de esta ciudad que, no hubiese hostilidad alguna en ella porque luego las verificase se pasarían a cuchillo a todos los presos incluso el declarante (cura Medina), efectivamente escribió la citada carta expresándole a Castro que no hiciese acto hostil alguno, y que procurase componer este negocio por medios parlamentarios poniendo nuestra suerte en las respetables manos del dignísimo y meritísimo M.I. Sr. Presidente quien se hallaba a las inmediaciones de esta ciudad: se la entregó al citado Arroyo quien quedó satisfecho con el contexto de aquella carta…”.
Al mismo tiempo que se hacía presión sobre los presos, interponiendo las influencias de éstos para impedir que las fuerzas de Castro desciendan del Alto a contener la nueva contrarrevolución, se ponía a precio la cabeza de Castro. Hizo pregonar Indaburu, que pagaría cuatro mil pesos, según la declaración del cura Medina, y 3.000 según la declaración de Graneros, a quien le presentase la cabeza de Castro. Estaba también fijada en almoneda la cabeza de Graneros, según propio testimonio de éste, por el precio de dos mil pesos.
La noticia de la reacción, sea que hubiese sido comunicada personalmente por Bilbao La Vieja, como sostén de este en sus citadas memorias o como dice Graneros por un F. Dorado y Félix Illanes; produjo en el campamento de Chacaltaya la más dolorosa impresión. El comandante Castro hizo tocar generala en el campamento; pero por la hora avanzada de la noche (las doce) no se pudieron adoptar disposiciones de marcha, que se aplazaron hasta la madrugada. A las seis de la mañana del 19 de octubre, se puso la tropa en armas y en viaje a la ciudad. Al emprender la marcha envió Castro por delante, como emisario suyo, al religioso Francisco Canal, encargándole la misión de notificar a Indaburu su rendición y la libertad de los presos. Naturalmente la repuesta fue negativa.
Los espías de Indaburu le transmitieron luego el aviso del movimiento de Castro, que lo hacía a marchas forzadas. Mandó colocar trincheras en las cuatro esquinas de la plaza, así como en el puente de San Sebastián y el costado izquierdo del cuartel, encomendando la defensa de la última a don Tomás Cotera, y de la de San Sebastián a don Domingo Chirveches. Indaburu se encargó de asistir a los diferentes lugares donde su presencia fuese necesaria, recorriendo las líneas a caballo y alentando a las multitudes colectadas a fuerza de dinero y con el apyo de todos los comerciantes españoles, a quienes les correspondieron fuertes cuotas en los empréstitos forzosos. Las campanas de las iglesias no cesaron de tocar entredicho, a cuyo ruido se reunió bastante gente en la plaza, unos armados y otros sin arma alguna. “En medio de esta muchedumbre había un número considerable de chapetones, a quienes les estorbaban las armas porque tenía pistolas, fusiles, sables, lanzas, etc., y la pólvora en los bolsillos, en cananas, principalmente los calceteros que eran los blanquillos españoles retirados, que vinieron cuando la revolución de Katari, y por viejos tenían ese oficio. En la calle del comercio ordenaron que en todas las ventanas pusiesen agua caliente para derramarla sobre los que entraban, que se compartiesen en cada ventana preparándose éstos con colchones mojados para tener el tiro seguro. Indaburu entre soldados de línea, caballería de húsares y chapetones podía contar don mil hombres”. (Diccionario histórico del departamento de La Paz, pág. 408)
La presencia de Castro en los suburbios de la ciudad se anunció con un cañonazo. Eran las once de la mañana cuando las fuerzas de este valiente militar, compuestas de doscientos cincuenta hombres, y otro pedreros, se apoderaron de la trinchera de San Sebastián, no bien defendida tampoco por no haber gente bastante aguerrida para sostenerla.
Indaburu, al sentir la aproximación de su temible adversario, quiso hacer sentir el peso de su cólera contra los presos. Penetró al cuartel donde estaban encerrados, y dio órdenes concluyentes para armar a todos ellos y obligarlos a combatir contra Castro. Según la relación del cura Medina, la orden comunicada fue de degüello de todos los presos. Tales órdenes no se cumplieron por falta de tiempo, pues los acontecimientos se precipitaron en su desenlace.
Castro dividió su columna en dos fracciones en la esquina de las Concebidas. Una de ellas se dirigió por la calle del comercio y la otra por Santo Domingo, y mandó atacar simultáneamente la plaza, que se hallaba cerrada en sus bocacalles con adobes. (Memorias del general Bilbao La Vieja)
La trinchera situada en la calle comercio, dirigida por el alférez Neila y defendida con encarnizamiento, entretuvo un momento a los soldados. Los fuegos de la trinchera se cruzaban con los disparados desde las ventanas del español Francisco Diego Palacios, causando bastantes bajas sobre todo en los artesanos incorporados en la columna patriota; pero luego se rompió el obstáculo y la columna voló a tomar la plaza. La trinchera de Santo Domingo fue tomada rápidamente. A través de ella pasó la columna arrastrando un cañón, cuyo primer estallido llevó el terror a los reaccionarios, que abandonaron trincheras y fortificaciones, dándose a la fuga. Se refugiaron unos en las iglesias y otros en los tejados de las casas. Indaburu, que había permanecido en toda la acción a caballo, recibió una herida de bala en la mano, que le impedía manejar la brida. Se apeó y se dirigió al cuartel en busca de seguridad. Reconocido inmediatamente por la plebe, fue arrancado de la habitación en que se había refugiado, a las voces “¿dónde está el pícaro?”, arrastrado al patio, y acribillado de lanzadas y cuchilladas; fue muerto entre las blasfemias y gritos de rabia escupidos sobre su cadáver, que fue desnudado. Luego le colgaron en la misma horca en que por la mañana había dado espectáculo cruel con el capitán Rodríguez, y amarrado con el mismo cordel.
Durante el combate y por orden de Castro, que temía algún incidente con los presos, se dirigieron varios soldados a los cuarteles, con encargo expreso de libertarlos. Allí encontraron a Iriarte, Zegarra, Pichitanga y el cura Medina. Les quitaron las platinas con que Indaburu les mandara martirizar. También encontraron a Murillo en los calabozos; pero la presencia de éste y el recuerdo de sus acciones, irritó más a los soldados, que “trataban de balearlo expresándole que él era el culpable de todos estos acontecimientos por haberse convenido con los europeos para decapitar a los patricios”. (Declaración del cura Medina, Boletín citado, pág. 69 del Nº. 87)
Los patriotas perdieron en la refriega cincuenta hombres, el 20% de su efetivo, y más de treinta heridos. Los parciales de Indaburu, vale decir los realistas, sucumbieron en gran número, contándose entre los muertos los notables Francisco Murillo, José de La Serna y Flor. (Declaración de Sagárnaga, Boletín citado, Nºs. 85 y 86, página 22)
Después del triunfo vinieron los excesos. A la soldadesca irritada por el aspecto tétrico de los cadáveres de sus camaradas, expuestos a la intemperie, se juntaron los reos rematados de la cárcel, a quienes diera suelta Indaburu para servirse de ellos como auxiliares y armándolos con fusiles y lanzas, pero que en el momento del peligro le abandonaron pasándose las armas y bagajes a los patriotas. Se conmovió también la indiada de San Pedro presidida por un Matos, y de acuerdo con la plebe, que había peleado desde las primeras horas al lado de Castro, se entregó al saqueo. Toda esa multitud multicolor, embriagada con los licores de las bodegas y la rabia de la fiera exasperada más aún por el olor de la sangre, sin jefe ni dirección, paseó su furor por toda la ciudad, sin respetos ni miramientos. Las casas de Indaburu, Yanguas, Chirveches, Zabala, Santos Rubio y las casas de comercio de los españoles, fueron robadas y destruidas, sin que lograran impedirlo las exhortaciones de los oficiales Sota, Iriarte, Pichitanga, ni los consejos de Sagárnaga, el cual se afanaba “personalmente habiéndose presentado a los soldados, indios de San Pedro con el demás pueblo de ladrones y pícaros los que sin temor ni vergüenza robaban descaradamente”. (Declaración de Sagárnaga, Boletín citado, Nºs. 85 y 86, pág. 22)
En el movimiento reaccionario se habían complicado las monjas del monasterio de Concebidas. Cediendo a sus rencores de realismo exaltado, permitieron que en el momento en que Castro reñía la acción de armas contra Indaburo, entraran dentro de los muros del claustro soldados y cholos armados, los cuales disparaban fuego nutrido sobre los patriotas desde las ventanas y claros del edificio. Resuelto Castro a vengar esta ofensa a la causa del pueblo, determinó imponerles una contribución de doscientos mil pesos; pero desistió de sus empeños por las reiteradas súplicas del cura Medina, que intercedió a favor de las monjas invocando los sentimientos humanitarios del jefe patriota “con vírgenes dedicadas al servicio de Dios”.- Castro, no obstante de hallarse persuadido de que no era la primera vez que aquellas se mezclaban en estos asuntos, pues como a vecino le constaba que en las precedentes contrarrevoluciones tomaron también parte activa; cedió ante las insinuaciones del cura Medina, y esas humildes vírgenes, que para mejor servir a Dios mandaron matar al prójimo, no sufrieron impuesto alguno.
Debelado el movimiento traidor de Indaburu, los jefes patriotas se preocuparon de su seguridad, pues noticias recientes les hacían saber que Goyeneche salió de sus posiciones del Desaguadero y avanzaba rápidamente, hallándose acampado a las seis leguas de la ciudad. Con tal motivo Castro dispuso la salida de todas sus fuerzas y se dirigió con ellas a Chacaltaya, abandonando La Paz a su suerte. No quedó de guarnición ni un gendarme.
No habiendo en la población elemento capaz de asegurar el orden, se multiplicaron los excesos de la indiada y de la plebe, a punto que el provisor eclesiástico Mariaca, se vio obligado a juntar todos los clérigos y gentes de iglesia y organizar con ellos patrullas, que pudieran restablecer la tranquilidad del pueblo. Fueron necesarios esfuerzos perseverantes para conseguir ese propósito y dominar los instintos groseros de esa gente, que consideró propicia la ocasión para satisfacer sus tendencias de desenfreno y vicio.
Las disposiciones militares adoptadas por Castro no tendían ya, ni podía tener por objetivo, oponerse a la invasión de Goyeneche, que avanzaba con la respetable fuerza de cinco mil hombres, con la cual no podía medirse una columna compuesta de apenas doscientos hombres y estropeada con la ruda batalla librada en la víspera. Al llegar a Chacaltaya Castro se indispuso con Orrantía, que aconsejaba rendirse. La réplica de aquel fue vehemente y sincera; puso de manifiesto el ejemplo de lo acaecido con Rodríguez, a quien se decapitó por los consejos de Carazas, edecán de Goyeneche; de cuya acción se dedujo lógicamente la consecuencia de lo que se haría con los demás comprometidos en la revolución. Orrantía no oponía sino la ley de la necesidad, expresando que las cosas en el punto de vista en que se encontraban no tenían remedio y que era temeraria toda oposición levantada contra el presidente del Cuzco.
Con todo, se llamó a una junta de guerra a todos los compañeros de armas. Se encontraron en ella Castro, Sagárnaga, Gabino Estrada, Iriarte, Graneros, Cosio, Casimiro y Francisco Calderón, Sota, don Sebastián Figueroa, el hijo de Sagárnaga, José y Miguel Sanjinés, el cura de Sicasica Medina, Francisco y Lucas Monroy, Gregorio Vineres, Rafael Dávalos y algunos más. Como cuestión premiosa se ventiló la actitud de las fuerzas patriotas ante la invasión de Goyeneche. Por unanimidad de opiniones se acordó levantar el campo y correr a fortificarse en Yungas.
En este consejo se prescindió en lo absoluto de oir a Murillo, a quien una interdicción moral separaba de las deliberaciones de los fieles sostenedores de la revolución emancipadora. Quejándose de la situación a que le redijeron sus perfidias, dice Murillo en su declaración: “Que como siempre sospecharon de la conducta del declarante, acordaban sus soluciones en secreto”,
El modo cómo salió de la ciudad, lo explica él mismo con éstas palabras: “… en seguida condujeron al declarante con una platina en un pie a los Altos a disposición de Castro y el Challa, a quienes se miraba en calidad de jefes” (Folleto especial citado, declaración de Murillo, página 39). Los soldados le miraban con un encono tan grande que, a no mediar la autoridad de los jefes, muchas veces hubieran descargado sus armas sobre él. El granadero Pérez le dio de bofetadas el día de la acción contra Indaburu. En el viaje al Alto apenas le otorgaron la gracia de montar en una mula, pero rodeado de centinelas. En el camino no cesaban de apodarle con el mote de traidor a la patria. Castro mismo le calificó de entregado a Goyeneche, de espía del gobernador de Potosí. En el campamento le guardaba un centinela de vista, y se le vigilaba “para que no fugase a lo de Goyeneche”.
Pusiéronse los patriotas en movimiento el 25 de octubre hacia Yungas, a poco de divisar a Goyeneche que llegaba a los altos de Chacaltaya. Llevaron consigo los ocho cañones y todos los pertrechos de guerra, así como todos los dineros que habían podido recoger en la ciudad de los fondos públicos, por intermedio de Pichitanga, que transportó “hasta en cantidad de diez y ocho mil pesos, recogiendo el Orrantía tres mil de los que anteriormente como administrador de tabacos habían estado a su cargo” (Declaración de Graneros, Boletín citado, Nº. 62, página 28). Se acogían al partido de Yungas no por huir del enemigo, sino para proseguir en él la acción libertadora, “donde con todas las tropas, artillería y demás útiles de guerra debían fortificarse por medio de parapetos, zanjas, espaldones, puntos elevadizos, y uso de galgas o piedras colocadas en las cumbres, seduciendo asimismo a todos los mestizos, e indios del partido, para que con el uso de las hondas, palos y lanzas contribuyesen a sostener con intrepidez tan detestable proyecto… (Declaración de Graneros, Boletín citado, Nº. 62, página 28)
Si Murillo e Indaburu estaban convictos de traición; si Castro, Sagárnaga, Graneros, Iriarte, Orrantía y otros jefes se hallaban de huida a los Yungas, con todos los arreos militares, en la esperanza de fortificarse en las montañas y hacer cruzadas de montoneros: ¿cuál puñado de héroes iba a desafiar a los cinco mil soldados de Goyeneche, que llegaban ávidos de matanza y de pillaje? ¿Qué inspiración de audacia brotó en las almas de esos que supieron sacrificarse por el culto de una idea, sin preocuparse del cobarde abandono de sus compañeros, y más grandes que los trescientos espartanos de las Termópilas, y tan sublimes como los granaderos de la guardia imperial de Napoleón en el desastre de Waterloo, supieron morir, enseñando a mil generaciones que así se cumple el deber? En el campo del sacrificio no quedaron sino el teniente de artillería Figueroa (gallego) unos pocos soldados, un puñado de indios y varias rabonas, que no rehusaban a pesar de su sexto verter su sangre como bautismo épico en la dolorosa gestación de la patria.
El héroe de tan singular hazaña, Juan Antonio Figueroa, era natural de Galicia. En los días de la revolución vivía en La Paz del oficio de sastre. En los momentos que precedieron al ataque contra la columna de Indaburu, recibió la orden dirigir una pieza de artillería, que, bien manejada, contribuyó al éxito de la jornada.
En la acción de Chacaltaya, él sólo desafió las iras de los cinco mil soldados españoles. Las pocas frases que anotan la hazaña inmortal son como las que señalaron las épicas acciones del conquistador de las Galias, evidenciadas por este mismo cuando decía: vine, vi, vencí. Por el teniente de artillería dijo el general Bilbao La Vieja: “Hizo fuego a todo el ejército de Goyeneche, y al fon fue tomado”. Tan breves líneas pintan a un gran corazón, abierto para amar el ideal de la patria futura; y a un espíritu de fecunda energía en las inspiraciones del deber.
El heroísmo del gallego Figueroa conmovió todos los corazones generosos. Su compatriota Castro abundó en elogios justísimos; había hecho a Graneros y a Iriarte, en presencia de los soldados que se le incorporaban en Sarani: “Con cien hombres de tan intrépido valor seguramente conquistaría la América” (Declaración de Graneros, boletín citado, Nº.62, página 29).
Goyeneche pudo vanagloriarse de haber vencido con cinco mil hombres al teniente de artillería Figueroa y a las pocas mujeres que compartieron con éste la gloria de fecundar, con el martirio, el suelo de la patria. La historia no regatea sus coronas de paja, ni le disimula sus crueldades.
Goyeneche, después de Chacaltaya, se dirigió a la ciudad de La Paz: “dividió su gente en dos columnas, y con las precauciones correspondientes se encaminó a la ciudad por las opuestas entradas de Lima y Potosí, que tienen más de media legua de bajada bastante pendiente, y ocupó su nuevo obstáculo la mencionada población, desde la cual dio cuenta al virrey con fecha 26 de octubre” (General Camba, ‘Memorias para la historia de las armas españolas en el Perú’, boletín citado, tomo I, página 15).
En la entrada triunfal participó el capitán Andrés Santa Cruz de las ovaciones rendidas al caudillo español. Fue también testigo de las persecuciones decretadas sin conmiseración alguna contra todos los sospechosos de connivencias independientes, en que se arrancaba a hombres y mujeres, ancianos y niños, de sus hogares para sufrir en las cárceles, abiertas con ‘generosidad española’, crueles mortificaciones; y fue testigo también de las ejecuciones sangrientas y de las confiscaciones depredadoras.
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Ahora una palabra, como epílogo del largo párrafo dedicado al triste desenvolvimiento de la revolución del 16 de Julio. ¿Por qué en la importante obra histórica del malogrado hombre público don Sabino Pinilla, titulada “La creación de Bolivia”, ha quedado trunco el capítulo segundo, en cuyo sumario decía comprenderse la historia de la revolución del 25 de Mayo en Chuquisaca y la del 16 de Julio en La Paz? ¿Acaso aconteció lo que supone su inteligente prologuista, el extravío “de modo misterioso”, de parte de sus manuscritos, pero cosa rara, extravío precisamente de ese capítulo, de solo ese, cuando se han conservado íntegros los demás que se relacionan con disquisiciones ajenas a las primicias lugareñas?
Extravío no existe; hay, sí, presunciones bastantes fuertes de que su autor rasgó con propia mano las dichas páginas, tal vez con intención de reconstruirlas, pero evidentemente con el deseo de que ellas, tales cuales estaban escritas, desapareciesen. ¿Y por qué? Por un convencimiento doloroso de la verdad histórica, adquirida de un modo inesperado. Corría el año 1897. La colectividad paceña, en su mayor parte compuesta de empleados ministeriales en la administración de don Severo Fernández Alonso, bajo la ardorosa e inteligente dirección del doctor José Vicente Ochoa, ministro de instrucción pública y fomento, pensó que la mejor manera de festejar el aniversario del 16 de Julio, era obtener la amplia documentación que afirmase la primacía de esa fecha sobre el “25 de Mayo”, pues decíase entre los íntimos de la colectividad paceña, que el colega Adolfo Durán había encontrado en los archivos de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, los expedientes originales en que se encausó a los promotores de la revolución y naturalmente, “nada mejor que emplear el dinero de las cuotas de los paceños en un objeto tan santo como el de encontrar afirmados los derechos de La Paz al primer grito libertario de la América española, en vez de botarla en fiestas que no tendrían tampoco lucimiento alguno”. Y se hizo como se dijo. La colecta pasó íntegra a manos de Adolfo Durán, quien en el tiempo absolutamente necesario, remitió las copias de los procesos, esperados con la impaciencia que es de suponer en quienes tenían la casi certidumbre de dar el golpe más certero a Chuquisaca con su 25 de mayo. Pero, ¡qué decepción! los documentos ansiados, lejos de autorizar las leyendas forjadas por los poetas, demostraron, con la evidencia de la verdad, que Chuquisaca había sido el cerebro de la revolución libertadora; ¡que de aquí partió la iniciativa para redimir medio mundo de la esclavitud! Por eso exclamó don Carlos Bravo, uno de los más celosos defensores de la hegemonía paceña y quizás el más intolerante propagandista de la cuestión regional, entre irónico y amargado: “Concluí este extracto en Sucre, el 22 de Julio del 98, h. 3 y 30 a.m., el resto no pude lograr p. q. los ‘verdaderos paceños’ (Estas dos palabras en versalita está así en el original. Nota de G.R.M.) me lo quitaron, y no permitieron que haga un estudio de ese expediente en que se prueba que el 16 de julio fue consecuencia del 25 de mayo. Es decir que en esta última fecha se dio el primer grito de independencia y no en aquella. ¡Cómo se despintan las ilusiones! (Firmado) C. Bravo” (Página 336 del 3er. Tomo de “Últimos días coloniales” de Gabriel René Moreno).
El extracto al que se refiere Bravo es el publicado en la obra de René Moreno, a quien facilitó las copias respectivas la Sociedad Geográfica Sucre, que las sacó apresuradamente del original que consiguió tener entre manos, confidencialmente, del depositario de los papeles de Bravo y cuando éste salió desterrado a Tarabuco, durante los días de la revolución iniciada el 12 de diciembre de 1898 en La Paz contra el gobierno de Alonso. Luego encargó de cuenta propia, la Sociedad Geográfica Sucre, a sus agentes en Buenos Aires, las copias del proceso que las ha transcrito en su Boletín en diversos números.
El doctor Pinilla, autor del libro “La creación de Bolivia”, tuvo entre manos al proceso mandado en copia por Adolfo Durán, y como hombre probo, reconoció la verdad de los hechos; y si no exclamó como Bravo, se creyó en el deber de no perpetuar las simulaciones, que levantaban altares para quienes no merecían ni el dictado de patriotas; y es entonces que, seguramente, rasgó las páginas que se inspiraron en las leyendas de la pasión regional, para rehacerlas cuando el tiempo se lo permitiese. Por desgracia, ese trabajo quedó en proyecto por la muerte que tan tempranamente le arrebató de entre los suyos.”

Aquí concluye el capítulo dedicado a demostrar la traición de Murillo a la revolución paceña de Julio de 1809.

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Don Alcides Arguedas le remitió dos cartas a don Agustín Iturricha, la primera el 16 de Septiembre de 1918:

Señor Dr.
Agustín Iturricha
Chuquisaca.
Distinguido y apreciado amigo:
Mucho agradezco a usted el gentil envío de ocho números del interesantísimo “Boletín de la Sociedad Geográfica de Sucre” que he recibido por correo de la semana pasada. Es un presente valioso que me hace usted y por el que le reitero mis agradecimientos.
Pero aún tengo que molestarle, mi apreciado amigo.
Los Nºs. 85 y 86 del mencionado “Boletín”, resumidos en una sola fascícula, contienen la declaración fragmentaria de Juan Bautista Sagárnaga en el célebre proceso contra los revolucionarios de Julio de 1809. Pero esa declaración no viene completa y, seguramente, ha de continuar en número posteriores.
Ruégole, entonces, mi distinguido amigo, quiera usted hacerme enviar, si puede, los números que constan todas las declaraciones de los procesados.
No sé si usted sepa la aparición de una nueva revista lanzada por la Casa editora González y Medina y puesta bajo la dirección de nuestro amigo don Daniel S. Bustamante. Allí probablemente diré algo de usted respecto al proceso de Julio y nos pondremos de acuerdo, lo espero, sobre un acontecimiento histórico de trascendencia.
Le saluda afectuosamente, su amigo atto. y siempre servidor.
Alcides Arguedas

Nuevamente el doctor Arguedas le escribió una segunda carta al Dr. Iturricha, con fecha 15 de Noviembre de 1918:

Señor Dr.
Agustín Iturricha
Sucre.
Apreciado y distinguido amigo:
Saludo a usted con el afecto de siempre y, fiado en su reconocida gentileza para conmigo, le ruego se sirva hacerme enviar todos los números del Boletín de la Sociedad Geográfica que aparecieron desde el mes de febrero de este año, mes en que me fui a Europa en comisión del Gobierno y la cual sirve hoy como arma de amigos y adversarios políticos para dificultar mis ingresos a las cámaras y como si al entrar en ellos fuese para cosa de vida o muerte.
Dícenme que en alguno de sus números ofreció usted la pruebas de la culpabilidad de Murillo, y tengo mucho deseo de conocerlas, pues hasta ahora yo no podría poner en mis manos al fuego abogando por la rectitud del popular héroe paceño y deseo, por tanto, fijar ya mi criterio histórico sobre este punto.
Le envío “Raza de bronce”, novela que tiene la ocurrencia de querer ser un completo estudio de la vida actual del aymara. Es un libro que me ha costado algunos trabajos y varios años de paciente observación.
Lo saluda afectuosamente su amigo y S.S.
Alcides Arguedas

Las dos cartas fueron copiadas del “Epistolario de Arguedas – La generación de la amargura” – Fundación Manuel Vicente Ballivián – La Paz, 1979.
(Nota del que transcribe: En el impreso del “Epistolario”, se encuentra esta nota escrita por el Dr. Arguedas: “¿Cuántos años pasarán antes de que sean descubiertos estos papeles?, ¿a qué categoría de gente pertenecerá quien los descubra?, ¿será un indio ilustrado, un cholo indolente o un blanco con cultura?” – “Estas líneas escritas por el propio Alcides Arguedas, han sido encontrados en medio de su correspondencia”.)

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El artículo que transcribo a continuación, escrito por don Alcides Arguedas y dedicado a la hipótesis de la traición de Murillo, con el cual responde al Dr. Iturricha, se publicó en “La Revista de Bolivia”, Nº. 1, de Octubre de 1918:
(Nota del transcriptor: Si la carta de don Alcides Arguedas solicitándole el envío de los boletines donde se publicó el escrito del doctor Iturricha tiene fecha de Noviembre, ¿cómo es posible que el doctor Arguedas comente ese escrito en una publicación anterior a su pedido: Octubre?, a menos que el doctor Iturricha le hubiera remitido antes de recibir la carta y ésta se hubiera cruzado con el envío de los Boletines en el correo)

IDOLO ROTO

……Car tout peuple consacre et dresse sur un piédestal le type qui manifeste mieux ses facultes et ser le mieux ses besoins.- Taine.

El Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, publicación meritísima que desde hace años viene imponiéndose a la curiosidad de los estudios por su labor desinteresada y beneficiosa, trae en la penúltima de sus entregas, algunos capítulos del estudio sobre la administración del Mariscal D. Andrés Santa Cruz, hecho por la elegante pluma del Dr. Agustín Iturricha y el más acabado y cabal, el único, mejor, que se conoce en esta materia, vasta por la calidad del hombre y el medio en que actuó en aquellos primeros años de la constitución de nuestra nacionalidad.
El Dr. Iturricha, que es escrupuloso en la compulsa de documentos y sabe usarlos con discreción y prudencia, hace, en este número del Boletín, y de modo hasta cierto punto incidental, la relación circunstanciada del movimiento revolucionario del 16 de Julio de 1809, en el que este pueblo de La Paz funda el orgullo de su pasado histórico y sus títulos para mostrarse como el primogénito en la idea y en la acción del plan que habría de echar por tierra el dominio peninsular.
Veamos, entonces, lo que con documentos en mano, dice el Dr. Iturricha sobre el principal personaje de aquella revolución, documentos ignorados por nosotros y que han impreso rumbo extraño al criterio histórico con el que hasta ahora considerábamos los hechos de la revolución de Julio de 1809 que para nuestro pueblo, repito, constituye el hecho más significativamente heroico de su historia local.
Comienza el Dr. Iturricha por demostrar que don Pedro Domingo Murillo fue infidente a la causa de la revolución por haber ofrecido a Goyeneche, el jefe de las fuerzas realistas, entregarle las fuerzas patriotas (Pág. 15).
¿De dónde surge esta evidencia? De la declaración misma de Murillo hecha el 13 de Noviembre de 1809, es decir, después de la acción ineficaz de Chacaltaya y cuando fue cogido en Yungas y conducidos a esta ciudad donde prestó su indagatoria “ante don Pedro de Segovia, abogado de los de los reales consejos, asesor del Presidente del Cuzco, auditor de guerra y, por fin, comisionado especialmente por Goyeneche para instruir los sumarios criminales a que dieron lugar los movimientos del 16 de Julio (id., id.).
Necesario es advertir, ante todo, que esta declaración, y las de los otros personajes del movimiento revolucionario como José Antonio Medina, cura de Sicasica, de Buenaventura Bueno, de Juan Basilio Catacora y de Gregorio García Lanza, constan en el proceso que existe, original, en el “Archivo Nacional de Buenos Aires” de donde hizo sacar copia autenticada la Sociedad Geográfica de Sucre para documentar debidamente este período de nuestra vida republicana, proceso conocido por muchos de nuestros compatriotas, pero que, por razones que no es del caso precisar, no se atrevieron a comentarlo quizás porque les era duro destruir el bello miraje de una leyenda grata al sentimiento colectivo del más empeñoso de los pueblos de Bolivia.
En dicha declaración confiesa Murillo que era mirado como ‘enemigo’ por sus compañeros de revolución; (Pág. 15) – y esto induce, naturalmente, a buscar las causas profundas por las que Murillo pudo despertar ese sentimiento de recelo en sus amigos de ayer.
Así lo hizo el Dr. Iturricha, con varonil entereza, y son estas investigaciones las que ocupan buena parte de su estudio en este punto de la monografía del Mariscal Santa Cruz.
Largo y casi inútil en un artículo de simple información, sería circunstanciar los actos que motivaron esa desconfianza. Baste saber, por lo pronto, que a raíz de hechos mencionados por el Dr. Iturricha y que se desarrollaron en un espacio de tiempo relativamente corto (cuatro meses), las sospechas de los revolucionarios no hacía otra cosa que acrecentarse por los manejos de Murillo, quien, por último fue apresado y arrestado como traidor y – “encerrado en un cuarto con dos centinelas de vista y comunicación, permaneciendo por la noche sin cama hasta cosa de las doce de ella” – (Pág. 35) como el propio Murillo lo confiesa en su ya dicha declaración.
Hubo más.
Sucediéronse escenas lamentables de otras traiciones de agentes subalternos de la revolución; se sorprendieron comunicaciones secretas de Murillo a Goyeneche; hubo choque entre el pueblo anheloso de independencia y los contrarevolucionarios que deseaban, con Murillo, ahogar el movimiento libertario, (13 de Octubre). El choque fue brusco y por eso el pueblo, exasperado, cometió abusos y aun quiso decapitar a Murillo (Pág. 35 y 51) por saberlo opuesto a sus intenciones y deseos…
Con todo esto, brevemente narrado en su parte sustancial y que hasta ahora permanecía oculto quizás porque, no obstante de ser conocido, se pensaba que era tarea imprudente socavar cimientos de pedestal, es hora de entrar al punto que nos proponíamos y que, en el fondo, se resuelve en una pregunta llana:
¿Tiene derecho un pueblo para exaltar el recuerdo de hombres de vida sinuosa y maleante y que han podido sobrevivir incólumes al favor de prematuros entusiasmos colectivos, pero que no responden, ni de lejos, al tipo con que la humanidad aspira elevarse en su ideal? En otras palabras y más claramente: ¿debe Murillo seguir siendo el héroe simbólico de un anhelo colectivo, que no supo llenarlo con hombría hasta el fin?
El conflicto moral surge claro y neto para el pueblo; pero en él nada tiene que ver el moralista y menos el historiador.
El moralista ni siquiera concibe la posibilidad de un conflicto moral en caso como este: el bien y el mal caen en la balanza de su criterio, precisa y fina, y se orienta con rigor implacable sin aceptar nunca idolatrías gregarias que no se justifiquen por necesidades de orden superior como serían las de mantener el entusiasmo, la fe o la devoción por símbolos, la religión, v. gr., que extrañen alivio de pesadumbres o consuelo de miles sin esperanza.
El historiador es más severo todavía porque teniendo como misión especial y única decir siempre la verdad aunque sus palabras destruyan templos y echen a rodar por el polvo ídolos y dioses, no puede, no debe, bajo ningún pretexto, con ningún motivo, nunca, decir lo que no es si aspira a que su nombre sea roca y su obra venza al tiempo y dure, si es que al tiempo se le puede vencer…
Pero el problema se presenta bajo otro aspecto más grave todavía.
El culto a Murillo, dada por evidenciada su actitud de doblez en la revolución emancipadora, no puede subsistir sin herir mortalmente el prestigio del pueblo que con tan simpático entusiasmo lo profesa, porque haría ver, o que ese pueblo desconoce su historia, cosa que delata grosera incultura, o que, conociéndola, exalta en su héroe las cualidades de que está dotado, es decir, la falsía y la cobardía, cosa que ya es de criterio popular, en el que tampoco tiene que mezclarse el criterio individual. Por eso la advertencia oportuna en las palabras del maestro francés citadas en cabeza de este artículo:... “Porque todo pueblo consagra y erige sobre un pedestal el tipo que mejor revela sus facultades y sirve más cumplidamente sus deseos”…
Pero veamos fríamente el caso.
Murillo, por lo obscuro de su vida, representa para el pueblo, hasta cierto punto, tan sólo un símbolo. Es la protesta viva contra varios siglos de dominación arbitraria cuando no brutal, es el anhelo de soberanía autónoma de castas y territorios sojuzgados por derechos de conquista; es voz fervorosa de reclamo para garantías individuales vulneradas, y, sobre todo, es sangre de martirio que se estampa en luminosa página liminar con la que se abre el libro de todo un pueblo…
Bien. Aquí no cabe reserva alguna. Al contrario, impónese la necesidad y la urgencia de impulsar ese espíritu de acatamiento, que es signo de superioridad en los pueblos. Las cosas se hacen poco a poco. Nada, en los hechos sociales, se improvisa: lo que hoy se ve es fruto madurado de lo que ayer se concibió e intentó, es decir, somos regidos por los muertos.
Esto es claro, y, por serlo, surge, como deber elemental de las colectividades, el de rendir acatamiento y vasallaje a quienes supieron obrar con desinterés, pensar con pureza y vivir con dignidad.
Pero ese acatamiento, esa sumisión a los hombre superiores, deben de ser reflexivos, es decir, inteligentes y manifestarse al través de años y hasta de siglos, para que representen una fuerza moral intangible por sus atributos de belleza suma y no servir, en ningún caso, para exaltar a meros fetiches o volatineros que hoy se levantan a la consideración de las turbas con pasmosa facilidad y que mañana serán barridos de la memoria de las gentes con el mismo menosprecio insolente y bravío con que los rudos iberos derribaron de los templos quechuas y aztecas los ídolos de barro y oro, toscos y deformes…
Y Murillo, por lo que hasta ahora aparece en los documentos citados por el Dr. Iturricha y de las conclusiones a que ha llegado a su estudio monográfico, viene presentándose como uno de tantos monigotes que el pueblo levanta en su ardor de sometimiento, muchas veces con grande ingenuidad, y al calor de entusiasmos de momento, como son la piedad, la gratitud o la simple ignorancia.
Murillo, y esto parece innegable, fue infidente. No sólo renegó de su pasado, sino que deshizo la magnificencia de su gesto y se mostró tornadizo, sinuoso y hasta cobarde…
Las declaraciones de los testigos le abruman. Son una loza pesada a su prestigio de hombre de bien y a su temple de caudillo. Se le ve claudicar, encogerse, envilecerse. Carece de alma heroica. Es un populachero que obra discrecionalmente cuando no se le acumulan contratiempos y se siente apoyado por el fervor popular, tornadizo e inestable.
Entretanto, como signo revelador de un aspecto de la raza cruzada, es de advertir que todos los declarantes, con intenciones más o menos aviesas eluden a su vez asumir responsabilidades y, en sus declaraciones, niegan los hechos o su participación en ellos, vacilan, se escurren.
Ninguno revela poseer sangre hidalga, ninguno se muestra valeroso ni íntegro. El terror domina a todos, comenzando por Murillo, ninguno, sobre todo, tiene ni vagas sospechas del porvenir y todos desconocen esas ansias de inmortalidad que caracterizan al hombre de veras civilizado.
La gloria confunden con la gloriola, fulgor de mezcla que pasa con hedor de suciedad.
Los más, han obrado impulsivamente, ostentosamente, si tanto se quiere; pero ninguno con verdadera grandeza.
El miedo les coge con sus garras y entonces, vencidos, aun se olvidan que intentaron vivir libres. Y, tristemente, unos a otros se condenan, se delatan tratando de aparecer sin mancha a costa del amigo y compañero de ayer. Y en su gesto no hay asomo de nobleza y lealtad: sólo hay egoísmo mediocre de hombres débiles que no tienen conciencia definida de sus actos.
Esto se constata para ver, entre la maraña de hechos viles, que el único que aparece con relativa grandeza, de veras libre, es el pueblo, la masa.
El pueblo se apasiona, comete excesos, se embriaga, se desborda, pero con la instintiva esperanza de la libertad. El pueblo, en aquella ocasión, obra instintivamente con gloria. Pueden sus conductores estar animados de ambiciones bajas, de apetitos, inconfesables, de sed de la impura gloriola; él en medio de sus errores de sus atentados y crímenes, sólo tiene sed de justicia y de quimérica igualdad.
Hay un punto, sin embargo, que sería preciso esclarecer.
El Dr. Iturricha, que se alza airado contra el agotador sentimiento del regionalismo, se complace, hasta cierto punto, en señalar con indiscutible talento, las fallas morales que empalidecen y borran la figura de Murillo, hoy limpia y hasta iluminada por nimbo de gloria.
Y nosotros participamos de su criterio y sentimos, como él, el dolor de una inmolación. Únicamente nos permitimos aventurar una duda: la de si los documentos en que se apoyan las acusaciones contra Murillo, pueden tomarse como testimonios irrecusables de veracidad histórica y de buena fe.
Porque decimos:
Murillo fue traidor a la causa de la independencia y estuvo en tratos desleales e ilícitos con el enemigo… De acuerdo. Pero, entonces, ¿por qué fue sacrificado en la horca?...
Se lo preguntamos al Dr. Iturricha.

Aquí concluye “Ídolo roto”.

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La contestación de don Agustín a don Alcides con relación al “Ídolo Roto” se publicó en el Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, Tomo XVIII del cuarto trimestre de 1918, Nºs. 206, 207 y 208, con el título: “La verdad histórica i “El ídolo roto” – Respuesta obligada.

A continuación transcribo la citada publicación:

“En el número primero de la interesante publicación que, con el título de “La Revista de Bolivia”, se ha dado a luz en la ciudad de La Paz a mediados del mes de octubre del año que va a fenecer, se lee un escrito del notable sociólogo boliviano don Alcides Arguedas, dedicado a comentar el estudio que incidentalmente he verificado de uno solo de los episodios del movimiento del 16 de Julio de 1809, en el último capítulo de mi trabajo histórico sobre la administración del mariscal Andrés Santa Cruz, episodio que abre legítimas responsabilidades ante el criterio de la justicia histórica.
El señor Arguedas es uno de los escritores más aventajados del norte de la república; su reputación va sólidamente asentada con los varios libros que ha publicado, aplaudidos en Europa i admirados entre nosotros. Observador profundo i paciente, Arguedas es también un hombre apasionado por la verdad, con el mérito poco común de que sabe decirla con la entereza del que está convencido de que llena una misión de sacrificio en el ambiente estrecho de nuestro pequeño mundo, dominado por preocupaciones sin valor i que se cuida muy poco del fondo de las cosas para dejarse conducir por los mirajes del engaño.
Arguedas es, pues, una opinión altamente autorizada para juzgar en cuestiones de historia i ciencias sociológicas.
En el escrito a que hago referencia, analiza, el distinguido escritor paceño, la conducta del principal personaje de la revolución del 16 de julio de 1809, a través de los documentos sobre cuya fuerza probatoria no abriga duda alguna, i llega a formar la más plena convicción de que Pedro Domingo Murillo fue infidente a la causa de la libertad. Con el criterio sereno que acostumbra, contemplando fríamente el caso, confiesa que Murillo “no solo renegó de su pasado, sino que deshizo la magnificencia de su gesto i se mostró tornadizo, sinuoso i hasta cobarde” “Las declaraciones de los testigos, continua diciendo, le abruman. Son una losa pesada a su prestigio de hombre de bien i a su temple de caudillo. Se le ve claudicar, encogerse, envilecerse. Es un populachero que obra discrecionalmente cuando no se le acumulan contratiempos i se siente apoyado por el fervor popular, tornadizo e inestable” (Página 9, columna 2ª., renglones 4 a 17 de “La revista de Bolivia”.
Pero el señor Arguedas, no obstante de esa convicción, que le hace decir, con la lealtad del sabio de verdad, que participa de mi criterio cuando señalo “las fallas morales que empalidecen i borran la figura de Murillo”, i siente como yo “el dolor de una inmolación”; no obstante eso, repito, agrega en los últimos períodos de su exquisito trabajo estos graves conceptos: “Únicamente nos permitimos aventurar una duda: la de si los documentos en que se apoyan las acusaciones contra Murillo, pueden tomarse como testimonios irrecusables de veracidad histórica i de buena fe”.
I esta duda la hace más transparente añadiendo la razón que induce a su espíritu a vacilar, solo por ligeros instantes, sobre las imborrables deducciones de la verdad histórica, expresándose en estos términos: “¿Por qué decimos: Murillo fue traidor a la causa de la independencia i estuvo en tratos desleales e ilícitos con el enemigo… DE ACUERDO. Pero, entonces, ¿por qué fue sacrificado en la horca? Se lo preguntamos al doctor Iturricha”.
La honradez i la escrupulosidad científica del señor Arguedas le impiden desautorizar la documentación, que hace legibles los tratos desleales e ilícitos con el enemigo. Inclinando la cabeza ante la fuerza incontrastable de la verdad averiguada, pronuncia resuelta i decididamente estas dos palabras, que son todauna profesión de fe: “DE ACUERDO”. El testimonio de los hechos no sufre, pues, eclipse. Es que sabía también el señor Arguedas que la declaración de Murillo i los de los otros testigos que deponen en la causa abierta contra la revolución, constan “en el proceso que existe, original, en el Archivo Nacional de Buenos Aires de donde hizo sacar copia autentificada la Sociedad Geográfica Sucre”.
La duda no arguye una sola palabra contra el valor probatorio de la documentación. Negarla habría sido rebajar el criterio del sociólogo i del científico, para confundirlo con el del vulgo. El señor Arguedas no desciende; se yergue altivo sobre el andamiaje elevado por su fama de sabio escritor. Pasea entonces su pensamiento de indagador por otras esferas.
Contempla a Murillo como “el héroe simbólico de un anhelo colectivo”; querría por ello que el culto que se le rinde no significase sino “la protesta viva contra varios siglos de dominación arbitraria cuando no brutal;… el anhelo de soberanía autónoma de castas i territorios sojuzgados por derechos de conquista;… voz fervorosa de reclamo para garantías individuales vulneradas, i, sobre todo,… sangre de martirio que se estampa en luminosa página liminar con la que se abre el libro de todo un pueblo”… Pero eso no le impide ver en el héroe “evidenciada su actitud de doblez en la revolución emancipadora”, ni es obstáculo para que encuentre en los documentos exhibidos que ese hombre “viene presentándose como uno de esos monigotes que el pueblo levanta en su ardor de sometimiento, muchas veces con grande ingenuidad, i al calor de entusiasmos de momento, como son la piedad, la gratitud o la simple ignorancia”, (Página 9, columna 1ª. Renglones 53 i siguientes, de la Revista de Bolivia).
Si tales son los signos reveladores de la “infidencia” de Murillo, ¿por qué ha sobrevivido su nombre como el personaje idílico, amigo de la libertad, promotor de la independencia i fiel depositario de las esperanzas en la redención? En términos más explícitos, reproduciendo literalmente la interrogación del señor Arguedas: “¿Por qué le sacrificaron en la horca?”
Aquí no hay más que una explicación psicológica. El personaje que “renegó de su pasado” i “deshizo la magnificencia de su gesto”, se hizo después héroe de epopeya. Hoy todavía, sin embargo de las desgarradoras revelaciones de la historia, se querría que ese personaje sea siquiera un símbolo para el pueblo… La transformación de la leyenda no fue obra de los que concurrieron como testigos o actores “en las escenas lamentables” de las reiteradas traiciones contra la revolución emancipadora. Las relaciones tradicionales no transmitieron ninguna narración que autorice crear un escenario de glorificación, con un culto i rituales de un ciclo que ha hecho germinar la hegemonía de un pueblo. Al contrario, los coetáneos de Murillo, le escupieron al rostro su infidelidad a la causa del pueblo. ¿I ese pueblo olvidó acaso la abdicación del credo emancipador, por verle colgado en la horca, víctima de la saña española?
Es caso de psicología colectiva que las muchedumbres se mueven solamente a impulsos emotivos o simpáticos, determinándose su dinamismo por las ideas o emociones que los propagadores sugieren en determinados momentos, dando norma a los actos colectivos, notándose en la generalidad de los casos la inestabilidad de los juicios populares, que tan pronto aplauden como reprueban, bendicen a los héroes o los conducen al suplicio al día siguiente de haberles coronado como a sus conductores. Vibra aún en mi memoria la actitud del pueblo de Sucre en el ruidoso proceso criminal seguido contra el hombre que dio muerte cruel a su esposa, por celos, allá en 1884. Las audiencias judiciales rebosaban de muchedumbre hostil al matador; los defensores no articulaban frase alguna sino entre las rechiflas y las censuras: la uniformidad de la opinión clamaba contra los procedimientos curiales, que se consideraban como dilaciones, i se exigía rápido castigo por la impía inmolación. Cuando el veredicto de la justicia condenó a la última pena al uxoricida, i el aparato del verdugo exhibió ante el pueblo al sentenciado, el rencor popular se transformó en conmovedor enternecimiento. El aspecto del reo, anonadado bajo el peso del remordimiento o del terror, pálido y desfalleciendo, marchando al cadalso casi arrastrado entre dos frailes recoletos i con los ojos vendados, excitó el sentimiento de la piedad pública. De todos los ojos brotaron lágrimas; se agitaron los pañuelos pidiendo clemencia. Un ronco murmullo, como eco de tempestad, surgió imponente de las filas de la muchedumbre, i la palabra ¡perdón! Agitó el espacio. La multitud se arremolinó compacta en la vasta plazoleta del cementerio general; i los que en la víspera prorrumpieron en maldiciones contra el asesino, en el momento terrible lloraron a gritos como niños. Se tornó la situación para la justicia en peligrosa. Se interpretó la actitud de la plebe como sediciosa, no faltando razón para creer que ella pensó en arrebatar al reo del cadalso i salvarlo. La presencia del batallón Loa evitó el conflicto; pero fue preciso que amenazara a la muchedumbre con sus bayonetas, para imponer el fallo de los tribunales. Apenas pudieron cumplir los soldados encargados de la muerte del reo con su cometido. Solo cuando los disparos de las armas de la fuerza tendieron en tierra al ajusticiado, la justicia se encontró garantizada.
¿Acaeció algo parecido el 29 de enero de 1810, en que se llevó a la horca a Murillo? Si no por él, por sus compañeros de suplicio, contra varios de los cuales no había sospecha de infidelidad, ¿mostró piedad el pueblo? Ninguna crónica lo refiere, ni era verosímil que la masa popular clamase por Murillo, pues en la uniformidad de sentimientos se le acusaba como al actor de todas las desgracias del momento. Faltan los datos esenciales que induzcan a establecer la hipótesis de la rehabilitación del nombre del condenado en el concepto de sus coetáneos, i de la transformación de su negra historia en nimbo de luz, por efecto de la compasión popular al frente del cadalso.
El endiosamiento de Murillo lo forjó, no el pueblo de 1809, sino aquel que no fue testigo de los hechos. La nueva leyenda se escribió bajo la república, con la inspiración de otros sentimientos. Su origen es puramente literario. Se impuso como una necesidad patriótica, i ha sobrevivido con tenacidad porque el culto creciente por las glorias locales debía haber importante evolución con materiales populares, i más aún por fines políticos. La literatura cantó hazañas inverosímiles; la audacia también forjo piezas históricas, como se confesó después revelándose ser fabricadas para estímulo regional. La leyenda echó raíces; hízose árbol frondoso. El pueblo, a la sombra de la leyenda, construyó altares, i en ellos derrama incienso de su amor a la memoria del que considera ser el progenitor de sus glorias. La verdad no se abrirá campo en su mente sino en mucho tiempo.
No siendo discutibles los hechos, el señor Arguedas pide revisión de los juicios u opiniones que interpretan los documentos. La cuestión se convierte así en un pugilato de lógica.
“Los documentos en que se apoyan las acusaciones contra Murillo, ¿pueden tomarse como testimonios irrecusables de veracidad histórica i de buena fe?”
A falta de otra documentación, que rehabilite la memoria del personaje colocándole merecedor del pedestal en que le honraron el póstumo entusiasmo i la piedad ingenua; la exhibida en nuestros escritos hace fe, como se dice en pleno dominio de las investigaciones jurídicas i en el lenguaje preciso y matemático del foro, mientras subsista su condición probatoria. Seguramente no es testimonio irrecusable, es decir de aquellos que desafían las iras del tiempo i permanecen firmes contra los embates de la naturaleza humana; no. Admite la contraprueba; i si no se la exhibe como no se ha exhibido en veintidós años que transcurren desde que esa documentación fue conocida por las copias recibidas de Buenos Aires, i desde que se la publicó en el Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, es el rigor lógico sustentar que, hoy por hoy, la documentación construye una verdad histórica.
Algo arguye, sin expresarlo el señor Arguedas, contra la buena fe de los deponentes en el proceso. Desconfía de ellos por el signo revelador de ser miembros de la raza cruzada (mestizos); i advierte “que todos los declarantes, con intenciones más o menos aviesas eluden a su vez asumir responsabilidades i, en sus declaraciones, niegan los hechos y su participación en ellos, vacilan, se escurren”; pone en transparencia que “el miedo les coge con sus garras i entonces, vencidos, aún se olvidan que intentaron vivir libres. I, tristemente, unos a otros se condenan, se delatan tratando de aparecer sin mancha a costa del amigo i compañero de ayer”.
El testimonio humano, evidentemente, en las condiciones mismas de su normal actividad, está sujeto a errores, que deforman su veracidad; vive por sugestiones de la fantasía, que transforman las observaciones mejor preparadas en leyendas ajenas a la realidad. Las experiencias transmitidas a los congresos de psicología, muestran, pese al orgullo humano, que “la proporción de las descripciones verdaderas con relación a las falsas, en presencia de un suceso extraordinario, es apenas un cinco o seis por ciento” (A. Van Gennep, ‘La formación de las leyendas’, página 150). La desengañadora deducción aumenta naturalmente en porcentaje tratándose de hombres incultos, o de sujetos apasionados.
Si se descartase, por las deficiencias psicológicas, el valor de todo testimonio, no podría afirmarse hecho alguno, ni en pro ni en contra. Así, recusando a los declarantes en contra de Murillo, por la tacha que de paso formula el señor Arguedas, no se crearía tampoco mejor situación patriótica para el personaje discutido, por ese mismo defecto, mayormente si ninguna acta pública contradice las deposiciones recusadas por el sociólogo paceño.
En la necesidad de establecer alguna deducción, en apoyo de una tesis o de otra, hay que admitir, para documentar la historia, lo que hasta el momento considero yo como averiguado i que se confiesa por el señor Arguedas ser “Innegable”. (Página 9, columna 2, renglón 3 de La Revista de Bolivia).
Hay algo más. En las deposiciones de los testigos concurrentes al proceso, por más que se revele “el egoísmo mediocre de hombres débiles que no tienen conciencia de sus actos”, existe una circunstancia, que pone la acción individual muy por debajo de los hechos brutalmente acaecidos. Cierto que le falta de nobleza en la conducta de los deponentes les induce a rehuir las responsabilidades de la revolución i a delatar a sus compañeros; pero positivo también que ninguno de ellos señala en Murillo pureza de intención libertadora, para reflejar así, en contraste de acciones, los hechos propios de los testigos como exculpadores i por la influencia del miedo a la justicia española. Todos los testigos narran la infidelidad de Murillo á la causa de la independencia. Esto desnaturaliza la palabra delación, en su significado jurídico, porque en vez de señalarle al odio español, le atribuye amistad; en vez de acusarle de un delito dentro del criterio peninsular, le pinta adhesión a la causa del rey.
A las deposiciones de los testigos, como opinión individual en la interpretación de los sucesos, es urgente añadir el relato de los acontecimientos mismos, porque en ellos se ve al pueblo arrastrando a Murillo a la prisión e infiriéndole serios ultrajes, por traición a la causa. La opinión, pues, de esos testigos, se halla por debajo de los hechos. Si la tacha moral opuesta contra estos, pone en transparencia la deformidad de los espíritus, caracterizando la ausencia de la virtud patriótica; ello no daña más a Murillo, porque la prueba i el hecho no le señalan como el gestor incansable del levantamiento contra la tiranía española, ni arranca la comparación de la situación de testigos i acusado ninguna deducción que favorezca menos a los deponentes, tal que Murillo pudiera desmerecer la piedad española; muy al contrario, le pintan con el colorido propio de quien se ve obligado a sufrir los vejámenes del pueblo.
La recusación, no mejora la situación del ‘ídolo despintado’.
Al verificar la situación de los documentos, no recusa el señor Arguedas al autor de estas líneas. Muy al contrario, me dispensa el alto honor de considerar mi estudio histórico como el “más acabado i cabal, el único, mejor, que se conoce en estas materia” (Página 7 de la Revista de Bolivia, primer acápite del artículo ‘Ídolo Roto’). I analizando el procedimiento en la investigación histórica, me considera “escrupuloso en la compulsa de documentos”, añadiendo que sé “usarlos con discreción i prudencia”. No tengo para tan honrosas menciones sino el sentimiento de la más profunda gratitud. I más aún porque el favor elogioso pone de manifiesto muy claramente mi imparcialidad como investigador científico.
I bien: si la revisión de la pruebas afirma i confirma mis demostraciones; si los documentos no pueden interpretarse de otro modo que lo literalmente expresan; si al comentar los documentos no he visto ofuscado mi criterio con sentimiento alguno extraño a la verdad y a la justicia: el veredicto pronunciado contra los infidentes a la causa de la libertad, se traduce como el de la justicia histórica.
Pero sigue vibrando con la misma intensidad e incesantemente la interrogación del señor Arguedas, “¿por qué le sacrificaron en la horca?”
La cruel inmolación acusa al verdugo. No anula el veredicto de la historia.
¿Por qué pues le martirizaron? La horca no tuvo la virtud de convertir a Murillo en el apóstol abnegado de la libertad. Los trabajos activos que emprendió, en tratos ilícitos con los peninsulares, para que el presidente del Cuzco (Goyeneche) entrase a La Paz, entregadas que fuesen las fuerzas patriotas; la aceptación del encargo de presidir el gobierno militar, bajo protección del delegado español, el edecán de Goyeneche teniente coronel Mariano Campero, a raíz del acta de estipulación firmada el 6 de Octubre de 1809, cual se ve en los documentos publicados en el número 197 del “Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre”; su captura y prisión, convicto de ser conspirador i traidor de la independencia, teniéndose a la mano la carta interceptada en Tihuanacu por el capitán Pedro Rodríguez, en la cual carta avisaba el alcalde Pérez Yanguas, a Goyeneche, que Murillo estaba convenido en entregar el cuartel a “los disidentes”: todo eso no desapareció con a muerte de Murillo en la horca. No fue el agua bendita que borró todos sus pecados.
El suplicio no le hizo tampoco mejor amigo de los peninsulares. Ellos veían con absoluto desprecio a los actores en el drama revolucionario: no eran sino “genios díscolos”. La acción del 16 de Julio fue obra, según García Camba, de “la plebe desenfrenada de esta capital (La Paz) compuesta en gran parte de indios viciosos”. (Página 12, tomo 1º., de las “Memorias para la historia de la armas españolas”). Las ofertas de Murillo para entregar las fuerzas patriotas, por muy bien encaminadas que fueron, por el celo i actividad del caudillo, no dieron el resultado apetecido, porque se lo impidió fuerza mayor: lo tomaron preso, a las ocho i media de la noche del 12 de octubre, en que estaba comprometido a entregar el cuartel, justamente cuando acudió a él para hacer efectivo su plan; la inutilización para la acción el oficial de guardia Zegarra i el ayudante Mariano Graneros “arrancándole el sable para degollarle”, i le encerraron “en un cuarto con dos centinelas de vista y sin comunicación” (Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre). No habiendo respondido Murillo con el hecho a las ofertas contrarrevolucionarias; era lógico y natural que los españoles le considerasen con el común de los insurrectos, convictos de “saqueo de la casas más visibles principalmente de los españoles europeos, i tras de los robos cometidos cometió asesinatos y cuantos crímenes son consiguientes en semejantes desórdenes” que dice García Camba en la citada obra (Página 12).
Murillo tuvo la desgracia de no servir bien ni la causa del rey, ni la causa independiente. Le sacrificaron los españoles, porque no tenían motivos bastantes para perdonarle su actitud en los primeros días de la revolución del 16 de Julio. Los patriotas no le lloraron mártir, porque se acordaban que él fue la causa ocasional de las desgracias del pueblo, no apodándose sino de traidor a la patria, llegando al extremo de no querer aflojarle las platinas sino de un lado, i ello merced a los ruegos i súplicas de intercesores, cuando le llevaban al Alto montado en una mula, según se lee en el artículo Murillo del Diccionario histórico del departamento de La Paz escrito bajo la dirección de Nicanor Aranzaes, i le relata él mismo en su confesión ante la justicia española.
La imponente interrogación del señor Arguedas: ¿por qué fue sacrificado en la horca? Ocasiona esta respuesta.
Le han contestado los hechos.
En la apreciación de las revelaciones objeto de estos escritos, hace más bien el señor Arguedas en mostrar que con el descubrimiento de la infidencia de Murillo no sufre la causa del pueblo. Es una gran verdad que “entre la maraña de hechos viles,… el único que aparece con relativa grandeza, de veras libre, es el pueblo, la masa. El pueblo se apasiona, comete excesos, se embriaga, se desborda, pero con la instintiva esperanza de la libertad. El pueblo en aquella ocasión, obra instintivamente con gloria. Pueden ser conductores estar animados de ambiciones bajas de apetitos inconfesables, de sed de impura gloriola; él en medio de sus errores, de sus atentados i crímenes, sólo tiene sed la justicia i de quimérica igualdad”.
De acuerdo. Las infamias de los individuos no deslustran la gloria de los pueblos. La historia guarda para la colectividad sus páginas de luz.
Sucre, diciembre de 1918
A. Iturricha

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El doctor Alcides Arguedas en su “Historia General de Bolivia – El Proceso de la Nacionalidad 1809/1921” – La Paz 1922 – Arnó Hnos. editores – “Archivo y Biblioteca de la Casa de la Libertad” en Sucre, nos relata unos pasajes de la revolución del 16 Julio de 1809:

Primera versión de su ‘Historia de Bolivia’ del Dr. Alcides Arguedas en la que comenta sobre la actuación de don Pedro Domingo Murillo durante el levantamiento de Julio de 1809 en La Paz.

En ella loa el comportamiento de don Pedro Domingo Murillo durante esa gesta libertaria. Incluso lo menciona como a uno de los participantes en la toma del cuartel español, cuando sabemos que llegó cuatro horas más tarde, según lo declarado por Manuel Josef Cosio a los jueces inquisidores.
También menciona que en la Junta Tuitiva se confeccionó un Acta de la Independencia, hecho que está demostrado que no es cierto, ya que algunos historiógrafos paceños publicaron un Acta copiada de la obra literaria “Los Lanzas” de don Félix Reyes Ortiz, que la dieron como legítima.
Cuando relata que lo nombraron Presidente de la Junta, lo describe a Murillo como “versado en el manejo de las leyes aunque sin título de Abogado, audaz, animoso, parco de palabras, mujeriego y que venía señalándose por su gran amor a la independencia y sus arteros y atrevidos manejos de propagandista, pues era él quien hacía circular los escritos anónimos que con profusión entonces corrían, y por lo que en 1805 se había visto envuelto en un proceso de sedición y del que hubo de salir ileso porque tuvo la audacia de sindicar como a sus cómplices a las principales autoridades de la localidad. Era pues, un hombre listo, emprendedor, servicial con los suyos y comedido, cualidades que le habían dado gran ascendiente entre las clases populares y que ahora se hicieron valer como méritos para darle la jefatura política y militar de la provincia y el llamativo título de Presidente de la Junta Tuitiva, exponiéndolo a militares de mérito y grande prestigio como don Juan Pedro Indaburu, a doctores ilustres como el animoso presbítero don José Antonio Medina, el enérgico don Gregorio Lanza, el sufrido doctor Catacora y otros muchos, todos notables y descollantes en la ciudad”.
A continuación don Alcides comenta favorablemente sobre la Proclama falsificada como si fuera legítima pues en esos años así se la consideraba y dice: “Lanzado el reto con tan singular audacia, Murillo se preocupó exclusivamente a reunir tropas y alistarlas, pues a poco se supo que el Virrey de Lima, alarmado por los sucesos, había encomendado al brigadier don José Manuel Goyeneche, a sazón presidente del Cuzco, para develar todo movimiento que tuviese por ahogar la libertad de los pueblos”.
Más adelante escribe: “… comenzó visiblemente a decaer el entusiasmo revolucionario de algunos jefes, muchos de los cuales, ante la inminencia del peligro, se hicieron pesar de haberse mezclado en esos negocios, abrigando el propósito de retrotraer las cosas al punto en que se encontraban hasta el 15 de Julio, distinguiéndose Murillo en sus manejos para anular el entusiasmo por la independencia”.
Y continúa comentando que “… cuando supieron que las tropas de Goyeneche se aproximaban disolvieron la Junta Tuitiva el 30 de Septiembre mor renuncia de la mayor parte de sus miembros, y Murillo, por la voluntad de todos, quedó solo al frente de los negocios públicos y de la guerra y frente a la rivalidad y al odio de Indaburu. Y entonces alucinado quizás por quien sabe por qué clase de intenciones, acaso miedoso de haber tenido la audacia de revelarse, escribió el 1º. de octubre una carta a Goyeneche “ofreciéndole, cuenta el mismo caudillo en su indagatoria, su persona y milicias, y que le comunicase sus órdenes para verificarlas al momento” (esta carta llegó a poder de los revolucionarios y motivó el apresamiento de Murillo).

Segunda versión de su ‘Historia de Bolivia’ del Dr. Alcides Arguedas en la que comenta sobre la actuación de don Pedro Domingo Murillo durante el levantamiento de Julio de 1809 en La Paz.

“La Fundación de la República – Historia de Bolivia”, por Alcides Arguedas – Abril de 1920 – Archivo y Biblioteca de la Casa de la Libertad.
En esta obra no escribe muy favorablemente sobre Murillo, incluso, contradiciendo o corrigiendo su primera versión sobre la Revolución del 16 de Julio de 1809, hasta se podía decir que lo hace en forma casi despectiva, pues luego que él leyó la narración del Dr. Agustín Iturricha y él mismo escribió el “Ídolo Roto”, cuenta los hechos de Murillo mostrando la verdad de los mismos.
Del Capítulo II de la ya citada obra, copiaré varios pasajes:

Página 37: “La última reunión llevose a cabo la noche del 15 de Julio en casa de don Pedro Domingo Murillo, con asistencia de los más influyentes miembros de la Junta revolucionaria, muchos criollos caracterizados, varios comerciantes de nota y dos o tres artesanos de los sobresalientes. Allí se ultimaron las disposiciones para el levantamiento general que iba a efectuarse al día siguiente, después de pasada la procesión de la Virgen de la Carmen, patrona de la urbe, que, cual tradición, se sacaba todos los años en igual día y se la paseaba por las calles de la ciudad en medio de la reverencia de los contritos fieles.”
Más adelante: “Y en tanto que los fieles oían la misa en el templo de la Compañía y los bailarines lucían sus galas de oro en la Plaza Mayor y danzaban al monótono compás de sus instrumentos tristes, los conjurados se entregaban, cada uno por su lado y cuenta, a desempeñar lo mejor posible el rol que les había cabido en las deliberaciones de la noche anterior.
Don Pedro Indaburu, jefe de las reales milicias, ganado a la causa de la revolución, había invitado a su casa algunos soldados de confianza, y su hija, una garrida mozuela, les suministraba armas y los elementos necesarios para que convidasen a la tropa y la embriagasen; don Melchor Jiménez, alias el Pichitanga (gorrión), apostado en la garita, que, cual atalaya, señorea la ciudad breñosa y de abruptos flancos, avisoraba ansiosamente las cumbres de los cerros que la rodean, listo a dar el grito de alarma a la menor sorpresa; don Pedro Domingo Murillo, según unos, andaba disfrazado entre los grupos de cholos dispersos en la plaza y se entretenía en verlos bailar, o tomaba parte de la danza y les recordaba su promesa de no cejar en el momento oportuno, y según otros, preparaba armas en ocultos parajes.
Cuenta en general Bilbao la Vieja, testigo de estos acontecimientos, alférez en aquel tiempo por obra y gracia de la Junta Tuitiva, que los directores de la revolución habían logrado ganar a un cabo del Fijo, que era una compañía de veteranos, la mayor parte españoles, el cual cabo el día de la revolución entró de guardia en el cuartel, comunicó a los conjurados el santo y seña, puso en la guardia a los más viejos, y de principal centinela a un tal Bastos, sordo de remate como una pared.
Salió, pues, la procesión de la Virgen del Carmen, como de costumbre, en la tarde; dio una vuelta a la plaza principal y recorrió las calles del itinerario precedida de las comparsas de danzantes indios y bajo la lluvia de flores y papel picado que las criollas españolas devotas, situadas en los balcones de las casas, arrojaban sobre la canta imagen, que iba descansando al pie de los arcos de plata colgados de trecho en trecho y de balcón a balcón en las calles. Todo parecía y era plácido, y tenía apariencia igual; pero en la plaza, donde a la sombra de toldetas de eneales dispersas en el espacio o bajo los portales de una casa contigua a la Compañía, casa sustituida hoy con el nuevo palacio legislativo, se agitaba un mundo de cholos alrededor de los juegos de azar y otras distracciones permitidas en aquellos días, se echaba de ver escasa concurrencia de mujeres del pueblo y los andares huidos o esquivos de los conjurados confundidos entre las turbas.
Más adelante:
A esa hora, muchos de los conjurados, reunidos en una sala de billar de la esquina de la Merced y tenida por Mariano Graneros, alias el Challatejeta, también comprometido, y entre los que se encontraban Murillo, Sagárnaga, Monje, Catacora, Lanza, el cura Medina y otros, salieron y se encaminaron a la plaza, centro de las operaciones. (Manuel Josef Cosio, alias el ‘Mazamorra’, en sus declaraciones a los jueces inquisidores españoles, dijo que Murillo llegó a la toma del cuartel, cuatro horas más tarde)
Don Melchor Jiménez, alias el Pichitanca, que en la tarde había abandonado su puesto de garitero y era el designado, acaso por su audacia y su mucha fuerza, para atacar al centinela sordo, llegó, con paso indiferente, adonde estaba el soldado, lo sujetó en sus brazos y dio el convenido silbido, que era la señal establecida. Inmediatamente acudieron los otros, cogieron las armas que estaban en el zaguán, “y cuando el centinela llamó al guardia – dice un testigo – ya estaban tomadas las armas del armario; pero la imaginaria que había quedado en los altos hizo fuego, y a poco rato se rindieron y fueron tomados el comandante y su alférez y puestos en el calabozo” (A).
Tomado el cuartel, más adelante nos cuenta que:
La algazara en la plaza era enorme y atronaban el espacio los vivas a Fernando VII…
Algunos historiógrafos del norte dicen que vivaban a ‘la independencia’, cosa que no es cierta.
… y los mueras a los traidores, sin que la presencia del obispo fuera suficiente a contener la explosión de alegría que se manifestaba en el pueblo (140), no faltando atrevidos que le endilgasen burlas y hasta groseros ultrajes.
Algunas páginas más adelante, escribió:
El 22 de Julio apareció la primera señal reaccionaria en un cartel secretamente fijado durante la noche con tres horcas dibujadas, “una para el mismo Murillo, otra para Indaburu y otra para el clérigo Patiño” (214); señal bastante significativa si se tiene en cuenta el estado de efervescencia, y que ya había dado muestras, la noche del 16, de castigar en sus bienes y personas a quien quiera que se mostrase adverso a sus planes, o más bien, a los de sus conductores. Ese mismo día se fijó a Murillo un sueldo mensual de tres mil pesos, sumamente crecido, en atención a la mediocridad de la vida económica y a los emolumentos que gozaban los empleados oficiales de la Corona, por lo común bajos; se arrojó dinero al populacho, “con muchas aclamaciones”, para prevenirlo en contra de los europeos, muchos de los cuales abandonaron la ciudad a ocultas, siguiendo el ejemplo del obispo que en la noche del 23 salió a una hacienda del valle, en el Rio Abajo.
Más adelante:
Cuéntase que, “descubierta en el Cuzco la conspiración de Aguilar en 1805, Murillo fue hecho preso y sumariado como uno de los principales sindicados. Con una serenidad imperturbable y audacia asombrosa confesó su delito; pero señaló como cómplices a todos los vecinos de La Paz, empezando por designar al gobernador intendente y al juez que organizaba el proceso. Ya fuese cierta o maliciosa esta declaración, Murillo fue puesto en libertad” (B) (34) (160).
Tampoco se sabe de fijo dónde y en qué Universidad o bufete de abogado adquirió los conocimientos abogadiles y jurídicos que poseía; pero sí es seguro que por aquel año era Murillo era uno de los más tenaces propagandistas de los carteles sediciosos que circulaban en el pueblo incitándole a la revuelta, todos manuscritos, pues entonces no se conocía en el Alto Perú la imprenta, que según unos, fue introducida mucho después, en 1813 con Goyeneche, y según otros, en 1811, con Castelli. La propaganda se hacía por papeles anónimos escritos a pulso, que se fijaban de noche y a ocultas en las esquinas más frecuentes de las calles jamás iluminadas artificialmente, o circulaban de mano en mano entre los amigos afiliados a las muchas logias secretas existentes en casi todas las ciudades del Alto Perú; y Murillo el autor de las más atrevidas, o a lo así lo creía el pueblo, entre el que gozaba de grandes simpatías y el que nunca le apeaba el título de doctor, con que, aún hoy, distingue a todo el que representa o significa algo en los círculos políticos o sociales.
Continúa líneas más adelante:
“Se ha mantenido – reza él mismo en el expediente de su proceso – con varios oficios de minero, dirigiendo ingenios, y cuando han pasado estas giras, se ha mantenido con la pluma por no estar ocioso y mal entretenido” (A).
Era, cual se colige, hombre listo, audaz emprendedor. Nada lo arredraba ni lo detenía; y esto a no dudarlo, unido a su carácter algo huraño en la intimidad, pero abierto frente a las aglomeraciones del pueblo, indujo a éste a proclamarlo, como se ha visto, presidente de la Junta Tuitiva y jefe militar de la provincia, anteponiéndolo a militares de mérito y grandísimo prestigio como Indaburu, a doctores ilustres como el animoso y talentoso presbítero discutidor José Antonio Medina; a don Gregorio Lanza, el enérgico; al doctor Catacora, el sufrido, y a otros, todos descollantes en la ciudad.
Y es que Murillo pertenecía a la casta de los agitadores populacheros que en la vida privada y dentro de la intimidad del hogar suelen presentar profundas, asquerosas, incurables taras morales, y ser indelicados, egoístas, groseros y vanidosos, mentecatos y mentirosos, y aparentar ante el público, en discursos y con gestos teatrales, justamente lo contrario de lo que son; tipo divulgado y mantenido en el Alto Perú con más persistencia que en ningún otro país, acaso porque su encerramiento dentro del continente y su falta de actividad industrial sólo ofrece en la política campo suficiente amplio para conseguir prestigiosos locales y pasable modo de vivir.
Murillo era déspota, dominador, absorbente y algo pérfido. Son las declaraciones de sus colegas mismos que lo pintan así. Y una prueba de su despotismo hubo de ofrecer la tarde de su exaltación a la presidencia de la Junta al ordenar con gran imperio al jefe de la milicias Indaburu, que condujese a sus tropas al cuartel. Indaburu quiso oponerse y aún objetó la orden, más hubo de obedecer, pero lleno de odio y despecho, que en vez de aplacarse fueron creciendo más todos los días hasta la hora de la tragedia inevitable.
El primer paso de la Junta Tuitiva fue anunciar a la Junta de Chuquisaca el movimiento que acababa de producirse en La Paz, y en dirigir, engañosamente, un oficio al virrey de Lima protestando adhesión al monarca; oficio desmentido tácitamente con la proclama que en seguida se lanzó al pueblo, en absoluto revolucionaria.
A continuación transcribe la “Proclama de la Junta Tuitiva”, hoy demostrada que es apócrifa pues, es una copia adulterada de la “Proclama de la Ciudad de La Plata a los Valerosos Habitantes de la Ciudad de La Paz”, manuscrito remitido por los platenses a los paceños.
En los años que don Alcides Arguedas escribió este libro, todavía no se hizo pública la falsificación, sin embargo, ya en 1894 el doctor Mariano Carvallo en su “Sumario Analítico” denunció la falsificación. Asimismo, el periódico ‘La Razón’ publicó en 1920 una nota en la que pide que les muestren los manuscritos originales de la tal Proclama, cosa que los defensores de la misma, nunca pudieron hacerlo. Y más contundentemente lo hizo en “La Mesa Coja” don Javier Mendoza Pizarro.
Don Alcides muy confiado en la legitimidad de este documento, hace unos comentarios muy halagüeños sobre el mismo.
También nos cuenta sobre los afanes de Murillo de armar un ejército y sin poder encontrar instructores que les enseñen a sus hombres sobre su comportamiento en caso de haber un enfrentamiento con los españoles. Trató de atraer a sus filas a los indígenas para que conformen su ejército, seduciéndolas y adoctrinándolas para que pregonaran la nueva doctrina fundada en la igualdad. Hizo lo mismo con los cholos.
(Pág.49) Él mismo trató de infundir en el confuso ánimo de sus soldados las nociones claras del acto que perseguía, y sólo consiguió captarse la adhesión leal pero inconsciente del cholo burdo, que sigue ciegamente a los agitadores sin preguntarles nunca por dónde las conducen, por qué las manejan ni pedirles cuentas de sus desaciertos o reparaciones en los fracasos.
(Pág.52) Y, acobardado por su propia audacia, quizás desprovisto de fe en su propia iniciativa, pensó, como Diez de Medina, que aún era tiempo de retrotraer las cosas al punto en que estaban antes, sin peligro para él ni daño para sus parciales. En consecuencia, intentó ponerse de acuerdo con el jefe de las tropas realistas, pero de modo velado para evitar el descontento popular, que en la revolución sólo veía los medios de nivelar las desigualdades de que era víctima, y sin ánimo suficiente o con el bastante pudor para no declararse de un modo categórico por la contrarrevolución.
(Pág.54) El 15 de septiembre se recibieron en la ciudad algunos pliegos del virrey de Lima, por los que ordenaba el inmediato restablecimiento de las autoridades españolas depuestas. Esta categórica conminatoria, sostenida por la proximidad de las fuerzas de Goyeneche, indujo a Murillo a definir su actitud reaccionaria, así como determinaron una actitud más resuelta y desembozada en los partidos de la causa realista, que desde ese momento comenzaron a trabajar casi ostensiblemente en el ánimo de las tropas y de algunos de sus jefes, poniendo en circulación el dinero con que muchos se habían acuotado; pero su acción fue eficazmente neutralizada por la actitud combativa del incansable cura Medina, que al notar los síntomas de relajación en las tropas se multiplicaba con discursos y pláticas arrebatados a favor de la causa revolucionaria.
(Pág.55) Sea qua actitud de los realistas les causase algún sobresalto, o sea que sintiesen miedo por la vecindad de las tropas de Goyeneche, el hecho es que el 30 de septiembre se disolvió la Junta Tuitiva por renuncia de la mayor parte de sus miembros y abandono que varios hicieron del cargo.
Los que se resistieron a dejar su mandato popular, como don Clemente Diez de Medina, el doctor Barra, el cura Medina y el presbítero Mercado, fueron presionados por el mismo Murillo, quien, con ruegos y amenazas, logró, por fin, desligar al Cabildo de la Junta Tuitiva, que era la que, sin duda, sostenía el movimiento revolucionario y lo alentaba con la propaganda incesante y valiente del cura Medina, la obstinación del doctor Lanza y el entusiasmo del presbítero Mercado.
Libre ya del control tenaz y valiente de los más exaltados miembros de la Junta, Murillo quedó solo frente a la rivalidad y al odio de Indaburu, frente a los soldados que con su actitud y su palabra arrastrara en acto de abierta insubordinación contra el secular poderío español. Y, entonces, alucinado quizá por quien sabe qué clase de intenciones; acaso miedoso, con miedo vulgar, de haber tenido audacia para rebelarse; si quizá arrepentido de no medir la hora madura para las inevitables reparaciones; en todo caso insincero consigo mismo y falaz con los otros, escribió el primero de octubre una carta a Goyeneche, “ofreciéndole – dice Murillo en su propia declaración – su persona y milicias, y que le comunicase sus órdenes para verificarlas al momento…” (377).
El 3 de octubre fue apresado el cura son Sebastián Figueroa por haber sido sorprendido distribuyendo “de casa en casa y por las calles” (140) una cálida y entusiasta apología del movimiento del 16 de julio en que se decía que el americano, torcidamente juzgado por los españoles por un ser inculto por naturaleza”, era un ser inteligente, generoso, altivo y que si antes no se había lanzado por el camino de la libertad no fue por falta de conocimiento o de ilustración, “sino por exceso de fidelidad”, que los americanos eran “hombres libres y de un carácter magnánimo, que bajo de un exterior humilde ocultan un alma elevada, que conocen sus derechos imprescriptibles, y también la usurpación que han tolerado y que trataban ya de restaurar”, que era una flagrante injusticia que un solo hombre, llamado soberano, manejase a su antojo a otros hombres a quienes llamaba vasallos y que se acordase de ellos únicamente para abrumarlos con contribuciones y oprimirlos con leyes arbitrarias; que todos los pueblos de la América debían imitar el “heroico” ejemplo de La Paz, sin temor a los “desoladores monstruos de Europa”, etc., etcétera.
En la página número 57 cuenta la llegada a La Paz de los emisarios de Goyeneche con las condiciones que imponía el arequipeño, las que parcialmente fueron rechazadas:
Apenas hubo objeción a las condiciones; pero “la palabra perdón, consignada en las piezas oficiales, exasperó a los patriotas”. El cura Medina, como intérprete de la mayoría popular, pidió que se modificase el término, así lo prometió el emisario, coronel Campero, procediéndose luego a firmar el acta, que, según la justa expresión de don Agustín Iturricha, “puede llamarse la capitulación de la revolución”,
Menos de dos horas duró la conferencia, y en tan breve tiempo hizose la discusión dicha, se repusieron las autoridades depuestas por los revolucionarios, con el alcalde Yanguas a la cabeza, y hasta se proveyó la jefatura de las fuerzas reunidas en la persona del mismo Murillo, que depuso el mando de las tropas en manos del coronel Campero; pero como éste no tuviese instrucciones de mezclarse en estos asuntos, autorizó a Murillo “que permaneciese en nombre del rey y su general, en el comando de las armas”, lo que aceptó Murillo con agregado “en reconocimiento de tanta generosidad”.
Conseguido su objeto, emprendieron camino de retorno los comisionados de Goyeneche, y recién, entonces, avergonzados de defraudar la confianza del pueblo, arrepentidos acaso de no tener firmeza en sus resoluciones, humillados quizá de mostrarse irresolutos y sin fe en lo que se proponían, resolvieron los de la Junta, bajo la impulsión vigorosa y el entusiasmo siempre animoso del cura Medina, cuya firmeza de carácter y resuelta voluntad eran ejemplo de vigor para los demás, pedir la reconsideración del pacto y prepararse consiguientemente para repeler por las armas las tentativas de Goyeneche.
Efectuóse la reunión en el cuartel con la concurrencia de varios cabildantes y numerosos vecinos, y todos criticaron los acuerdos haciéndose pesar de haberse mostrado tan sumisos, y opinaron por que se diese orden de resistir a las tropas que habían abandonado la ciudad.
No aparece clara la actitud de Indaburu ni de Murillo en estas emergencias, no obstante de haber tomado los dos parte en esta reunión del cuartel; pero es de presumir que ambas, por distinto motivo, no vieron con agrado los acuerdos tomados y que venían a romper un pacto solemnemente establecido y autorizado con sus firmas, presunción nada fundada cuando se busca la explicación de los hechos que casi inmediatamente se sucedieron.
Y acaeció que el jefe de las tropas independientes de observación establecidas en Tiahuanacu, capitán Rodríguez, sorprendió, según cuenta el testigo presencial de estos sucesos, general Dámaso Bilbao la Vieja, a un correo expreso “que mandaba a Goyeneche don Francisco Yanguas con una carta, diciéndole que había quedado con el comandante general don Pedro Domingo Murillo que le entregaría el cuartel y los disidentes”. (377).
(Pág.59) Se dijo ya que Yanguas había sido repuesto por los comisionados de Goyeneche en su cargo de alcalde de la ciudad, y es él quien vigilaba la urbe con sus patrullas de realistas, asociado a Murillo y algunos vecinos notables; y no es inverosímil que en estas circunstancias haya arrancado de Murillo la promesa de ayudar a desbaratar los planes de los recalcitrantes revolucionarios, y lo comunicara así a su jefe. Tal resulta, por lo menos, de la aseveración que después tomó a su cargo la defensa de los principales acusados de rebelión, de Murillo principalmente, y dijo:
“Concertó Murillo con el alcalde, que era don Francisco Yanguas Pérez, embarazar los destrozos que se anunciaban y aun desarmar al pueblo, que no podía reducirse de otro modo”. (377).
El hecho es que, alarmado el capitán Rodríguez por la revelación de la carta enviada a Goyeneche por el alcalde Yanguas, revelación que sólo venía a confirmar las sospechas que ya se tenían de la fidelidad de Murillo, púsose con sus tropas en camino hacia La Paz; pero antes, por otro correo expreso, mandó por delante la carta delatora al capitán Zegarra, quien, obrando lo prudente y de acuerdo con Mariano Graneros, alias el Challatejeta, resolvió esperar y ver si se conformaban los rumores que durante ese día del 12 de octubre corrieron, asegurando que Murillo iba a entregar las tropas revolucionarias y que había desborde de las turbas. Se decía también que Indaburu estaba resuelto a prender a Murillo “y tomar el mando de las armas” (140); que las tropas de Tuahuanacu se aproximaban a la ciudad con intención de escarmentar a los realistas, y todos estos rumores traían en sobresalto a los moradores de la urbe, pues los unos recelaban de los revolucionarios y los otros de los realistas, y así nadie vivía tranquilo allí donde la paz fuera de común inalterable.
(Pág.60) Efectivamente, Murillo, luego de acordar un plan de reacción con el alcalde Yanguas y de haberse entrevistado con Indaburu, se dirigió en la noche al cuartel, y allí, según propia confesión, “el Challa, el oficial de guardia Zegarra, con soldados granaderos lo prendieron, arrancándole el sable para degollarlo, atribuyéndole que, convenido con el alcalde de primer voto, acababa de hacer propio al muy ilustre presidente que sin pérdidas de tiempo viniesen sus tropas y que era un traidor que los había vendido a los edecanes (mensajeros de Goyeneche) y entregado la ciudad, con cuyo motivo fue encerrado en un cuarto con dos centinelas de vista y sin comunicación, permaneciendo por la noche sin cama hasta cosa de las doce de ella”. (361).
En tanto que Murillo era encerrado en la prisión, el alcalde Yanguas convocaba a los realistas a su casa, ignorante de lo que había pasado en el cuartel, y al ver que Murillo no aparecía ni comunicaba la seña convenida para la entrega de las tropas, envió dos comisionados, quienes volvieron con la noticia, falsamente suministrada por el capitán Zegarra, de que Murillo no se encontraba en el cuartel. Entonces, y siendo ya cerrada la noche, se fue con su patrulla a rondar la ciudad, porque sus mensajeros le dieron la noticia de estar ya cerca las tropas del capitán Rodríguez, procedentes de Tiahunacu.
A media noche irrumpieron éstas a la ciudad, y a esa hora, poco más o menos, se supo la prisión de Murillo. Los realistas buscaron refugio en la casa de Yanguas, que fue atacada al amanecer del 13 de octubre y donde cayeron presos todos los que en ella se encontraban, siendo llevados al cuartel en medio de los excesos de la soldadesca, embriagada, que se ensañó, particularmente, como era de esperarse, contra Yanguas, cuya vida fue milagrosamente salvada por la mediación del cura Medina.
(Pág.61) Desbaratado así el plan de los contrarrevolucionarios, hízose cargo de las tropas don Juan Pedro de Indaburu, y con ayuda de ellas pudo mantener el orden en la ciudad y evitar que la plebe se entregara a los excesos del saqueo y de la embriaguez; pero la negativa de los oficiales Castro y Rodríguez, que se resistieron a entregarle las tropas de su mando, hizo que el reducido ejército se dividiese en dos fracciones; una adicta a Indaburu, y otra que salió ese mismo día a acantonarse al alto de Chacaltaya, comandada por los dos oficiales insurgentes, que eran de los pocos que tenían fe en la revolución y firme deseo de servirla.
En la tarde de ese día se presentaron en la ciudad, en nombre de la representación de Goyeneche, su edecán, Miguel Carazas, que iba a recoger las armas, según lo estipulado en el convenio del 6 de octubre; y a arreglar la entada de su jefe en la ciudad. Indaburu convocó a una reunión de principales para conocer su opinión, y pocos fueron los que se opusieron a las medidas sugeridas por Carazas, distinguiéndose entre ellos el cura Medina y los militares Castro y Rodríguez, quienes, alarmados por el número de fuerzas que traía Goyeneche, opusieron, con bastante fundamento, que sus intenciones no eran otra que castigar el movimiento revolucionario, y opinaron por qué, en consecuencia, sólo se le permitiera hacer su entrada con una escolta de doscientos hombres a lo sumo. Repuso el edecán que se atribuían falsos sentimientos a su jefe, y que su deseo no era otro que el de restituir la calma en los hogares y la tranquilidad en la ciudad; y como no se llegase a ningún acuerdo definitivo, resolvióse comunicar a Goyeneche los resultados de esta discusión.
(Pág.62) Inmediatamente Indaburu se ocupó de recolectar gente y “llamó a las armas a la plebe que quiso enrolarse en las filas de la reacción” (377).
Descubiertas así las intenciones aviesas de Indaburu, los adictos a la revolución se pusieron en guardia, optando por seguir cuidadosamente los pasos del militar; pero este, anticipándose a tomar resoluciones radicales, hizo a0presar con sus soldados, a eso de las diez de la noche del 18 de octubre, a los principales cabecillas que permanecían en la ciudad, como eran los capitanes Rodríguez y Cossio, el cura Medina, Mazamorra, Pichitanka y otros; los hizo conducir al cuartel donde permanecía preso Murillo, mandó que se les colocasen grillos en las manos, y luego de rondar la ciudad, donde los realistas, colmados de júbilo, vitoreaban al “reconquistador” Indaburu. A pesar de lo avanzado de la hora, había aglomeración de gente en las oscuras calles, atraída por las descargas de fusilería que habían precedido al arresto de los revolucionarios, y que siguiéronse haciendo desde las torres del convento de las Concebidas, donde fueron a presentarse muchos realistas.
La noticia del arresto de los revolucionarios llegó al campamento de Chacaltaya a eso de la media noche, llevada por dos sujetos de la ciudad, un Dorado y un tal Félix Illanes; y al punto Mariano Graneros, alias el Challatejeta, ordenó el toque de generala llamando a concentración a las tropas, pues se sintió lastimado al saber que esa noche Indaburu había ofrecido una prima de 2.000 a quien le presentase su cabeza, y deseaba correr en socorro de sus amigos; más como la noche fuese oscura, aplazóse hasta el día siguiente el viaje de las tropas. A las seis de la mañana se dio orden de partida, y en tanto que los soldados independientes se descolgaban por los cerros del Alto con la rabia y el despecho encendidos en sus corazones, escenas de sangre y de violencia se iban desenvolviendo en el cuartel donde estaban aherrojados los prisioneros de la noche precedente.
(Pág.63) Indaburu se presentó temprano en la plaza para ver si se habían levantado las horcas que ordenara levantar en la noche, y que se presentaron plantadas en línea en las proximidades del cuartel, y luego se dirigió donde estaba encerrado el capitán Rodríguez, contra quien sentía un odio implacable por haberle encontrado siempre obstruyendo sus planes y propósitos, y le ordenó que se dispusiese para morir. Repuso el capitán con acento duro alegando que se estaba cometiendo un abuso con él, y dijo que debía esperarse al presidente Goyeneche, ya vecino y por llegar, y el único que tenía la facultad de condenarle y juzgarle. Irritado Indaburu con la altiva y amenazadora respuesta, ordenó que allí mismo, en el cuartel, fuese arcabuceado Rodríguez, cosa que se hizo sin demora, y su cadáver fue sacado y pendido en la horca.
Pero no tuvo tiempo para más, porque a poco, a eso de las diez y media de la mañana, se oyeron tiros de cañón en las calles y se vio correr en grupos a la gente hacia la plaza. Indaburu montó a caballo, y quiso contener a sus tropas desbandadas, pero era mucho el ímpetu de los revolucionarios y hubieron de ceder ante el empuje de los soldados de la revolución, ebrios de alcohol y de sangre.
Indaburu, herido, buscó refugio en el cuartel, donde pensó defenderse; pero allí fue atacado por los soldados y la plebe, que en dos horas de combate habían sufrido grandes pérdidas y se hallaban en el colmo de la exasperación. Cogiéronle a las voces de ¿dónde está el pícaro?, y arrastrado al patio, fue muerto allí a palos y cuchilladas “a la una y cuarto del día, tres horas cabales de la muerte de Rodríguez”. (214). Los furiosos se ensañaron con el cadáver innoblemente, pues lo desnudaron del todo, e4scupieron sus carnes y, “por fin, lo colgaron de una de las horcas que había puesto en cueros, cubriéndole sólo las partes verendas”. (377).
Luego dieron libertad a los presos, menos a Murillo, con quien quisieron también ensañarse los revoltosos, especialmente los soldados que intentaron balearlo “expresándole que él era culpable de todos estos acontecimientos por haberse convenido con los europeos para decapitar a los patricios” (377), según expusiera el cura Medina en su indagatoria.
(Pág.64) Los españoles y los europeos aterrorizados buscaron refugio en los templos y conventos, porque los soldados, unidos a la plebe y a los presos que Indaburu ordenara soltar de la cárcel para utilizar sus servicios, se entregaron descaradamente al robo y al saqueo de las casas de los principales realistas. A los asaltadores vinieron a unirse los indios de San Pedro; el suburbio urbano, y todos, ebrios de vino y de angurria, extremaron sus abusos durante ese día del 19 de octubre y parte del 20. En la tarde, y noticiados los revolucionarios de la proximidad de las tropas de Goyeneche, volvieron a su campamento de Chacaltaya, llevando consigo a Murillo, “con la platina en un pie” (361). Los soldados, agrega Iturricha por su parte, le miraban con un encono tan grande que, a no mediar la autoridad de los jefes, muchas veces hubieran descargado sus armas sobre él. El granadero Pérez le dio de bofetadas el día de la acción contra Indaburu. En el viaje al Alto apenas le otorgaron la gracia de montar en una mula, pero rodeado de centinelas. En el camino no cesaban de apodarle con el mote de traidor a la patria. Castro mismo le calificó de entregado a Goyeneche, de espía del gobernador de Potosí. En el campamento le guardaba un centinela de vista, y se le vigilaba “para que no fugase a lo de Goyeneche”. (379).
Luego de relatar sobre los enfrentamientos en Chacaltaya y Yungas, nos cuenta que…
(Pág.67) No menos movida y dramática fue la persecución y la captura de Murillo en Zongo, adonde había logrado fugar con dos de sus partidarios y, según se asegura, su hija mayor, Tomasa, mozuela de pocos abriles. Cinco días también anduvo por entre breñas y pajonales, voluntariamente extraviado por el indio que le servía de guía y que le fuera proporcionado por uno de sus compadres, un tal Isidoro Zegarra, quien no sólo cometió la mala acción de delatarle a sus perseguidores e instruir en malas artes al indio conductor, sino que guió a los agentes en su pesquisa y fue divisado en el flanco de una lomada al tratar de esconderse de sus perseguidores. Corrieron allí y no le encontraron. Entonces, cual jauría en pos de perdida presa, fueron siguiendo el rastro y dieron con él a la mañana siguiente, en las lindes de una propiedad llamada Cañaviri, y, “atado a la cola de una mula”, fue llevado a Zongo y de allí a la ciudad, donde, apenas llegado, fue conducido en la tarde del 11 de noviembre al palacio episcopal y puesto en presencia de Goyeneche.
(Pág.68) Estos dos hombres ya se conocían, y el militar era acreedor del caudillo; debíale respuesta a dos cartas, la una en que el caudillo le ofrecía someter las fuerzas de la revolución a su mando, y se pintaba felón; la otra, de reciente data y en que, fugitivo, quizás arrepentido de su pasado, acaso le pedía clemencia y se mostraba cobarde… ¿Qué se dijeron, cómo se hablaron estos dos hombres que al parecer se valían moralmente? Nadie lo sabe. “Tal vez más tarde – dice un arbitrario ensayista, el clérigo Aranzáes–, alguna anotación de su secretario, Pedro Leaño, sus amanuenses Francisco Inojosa y Romualdo Herrera, nos haga saber algo de esa conferencia” (160).
Casi toda la noche duró la entrevista, y al día siguiente, al mediar el sol, “sacaron a Murillo del palacio, en cuerpo arrastrando una carlanca con tropa armada y, por medio de la plaza lo llevaron a la cárcel a vista de todo el pueblo”. (214)
Lo encerraron en “Las Cajas”, hoy dirección de Telégrafos, pequeño edificio de macizas paredes y cuyos sótanos húmedos y ófricos servían de prisión a toda laya de delincuentes. Cada uno de ellos llevaba el nombre de algún santo del calendario, menos uno que se conocía con el nombre de infiernillo, seguramente porque era el peor de todos. En él fue encerrado Murillo, cargado de cadenas, y como sola gracia se le permitió que fuese visitado por sus hijos, quienes dormían pegados al prisionero para comunicarle la tibieza de sus cuerpos.
Que Goyeneche iba particularmente enconado contra Murillo y resuelto a hacer rodar su cabeza en el patíbulo, lo revela un oficio suyo fechado el 20 de diciembre de ese año de 1809 y dirigido a Nieto. Allí manifestaba sus propósitos de aplicar un duro castigo a los promotores de la revolución de julio para escarmiento de esas poblaciones contaminadas por la mala simiente arrojada desde el Tribunal de Charcas, y el cual castigo, en su concepto, no podía ser otro que la horca y el destierro “de por vida a un presidio, que debe ser el de la costa Patagónica”. Y citaba a Murillo y a Jiménez, alias el Pichitanga, como merecedores de la pena capital.
El 13 de noviembre se dio comienzo al lamentable proceso de los revolucionarios con la indagatoria de Murillo, que es una pesada losa a su prestigio de hombre de bien y a su temple de caudillo, porque allí se revela cobarde y sin nobleza y se le ve claudicar, encogerse, envilecerse. No tiene Murillo el coraje de confesar la intención de sus actos, ni la hidalguía de mostrarse el autor de ellos. Carece de alma heroica y únicamente es un populachero que obra a discreción cuando no le vencen los contratiempos y se siente apoyado por el fervor popular, tornadizo, inestable; pero que ante la amenaza del peligro tiembla y se encoge sobrecogido de espanto, como un niño enfermo ante la lobreguez de una sima. Sólo al momento de morir volverá a mostrarse grande; pero ya su gesto no tendrá la virtud de rehabilitarlo para la eternidad de la gloria; es un gesto estéril; sólo una mueca a la muerte…
Todo negó Murillo; de todo se desdijo. Quiso presentarse juguete de los hombres y de los hechos. Aún más condenó a sus amigos, malhayó de sus ideas, y se declaró cómplice de todas las traiciones…
Tampoco se mostraron más grandes sus amigos.
El 17 de noviembre se presentó voluntariamente Manuel Cossio, alias el Mazamorra, y fue pasado a la cárcel; el 27 fueron traídos de Yungas, presos, el cura José Antonio Medina, Juan Bautista Sagárnaga, Ventura Bueno, Apolinar Jaén y otros; el 7 de diciembre, desde Chucuito, don Basilio Catacora. Y a medida que iban llegando pasaban a manos de los jueces para mostrar la poquedad de su carácter y el indefinible terror por los resultados de sus propias acciones.
Todos, con intenciones más o menos aviesas, eludieron asumir responsabilidades, y negaron los hechos. Cogiólos con sus garras de miedo, y en ese momento hasta olvidaron sus propósitos de vivir libres. Y, tristemente, condenáronse unos a otros, se delataron con traición, tratando de aparecer sin mancha a costa del amigo y compañero de ayer. Y así sin quererlo, mostraron la mancha de origen, absolutamente distinto al de esos girondinos que iban al patíbulo cantando la Marsellesa…
Es que son setecientos años de servidumbre y esclavitud que pesan sobre la raza; y, en siete siglos, es la herencia de veintiocho generaciones que ahora cargan sobre sí los mestizos del continente. Cuatrocientos años impusieron los Incas el blando peso de su yugo y moldearon la raza para la servidumbre; tres siglos los íberos asentaron la planta férrea en la nuca de los siervos, violaron sus mujeres, y apareció la casta de los mestizos con las taras y las cualidades de sus padres, a ratos fiera, temerosa a veces, nunca del todo libre…